El arca de Noé

 

 


Esta es la historia entera de Noé, el gran patriarca,

inventor del zoológico, bajito y algo rubio,

graduado almirante a causa de un diluvio

que hubo de resistir encerrado en un arca.

 

Por mandato divino y sin arte ni parte

hubo de construir él solito un navío

y hubo de organizar de bichos un tal lío

que, para resolverlo, necesitó gran arte.

 

Su historia es conocida; no es preciso que diga

que es de gran interés, sobre todo al final.

Tan sólo he de decirles que, como es natural,

lo que pasó allí dentro no carece de miga.

 

Noé era ya muy viejo: frisaba los seiscientos

años, pero no piensen que estaba chocho o pocho,

¡qué va!; estaba hecho un mulo y más chulo que un ocho

cuando el ángel le vino con sus requerimientos.

 

Parece ser que era el único pringado

que obedecía la Ley y era un poquito justo,

y por esta razón le dieron el disgusto,

y se vio, sin quererlo, metido en un fregado.

 

La cosa es como sigue: Yaveh tenía un cabreo

de los de «aquí te espero» con los seres humanos,

que eran los peores bichos salidos de sus manos,

por lo que decidió hacerles algo feo.

 

Se lo estuvo pensando, a ver qué cataclismo

convenía enviarles, por ser más contundente:

si fuego, terremoto o algún otro accidente

que hundiera a la gentuza por siempre en el abismo.

 

Se decidió al final por una gran riada,

por una inundación, pero morrocotuda;

algo muy eficaz, sin género de duda,

para acabar con todo sin que quedara nada.

 

Mas decidió Yaveh, tras meditarlo un rato,

hacer una excepción y salvar a los bichos

(y, como es poderoso, puede darse caprichos),

puesto que no era justo que pagasen el pato.

 

Pero, para salvarlos, precisaba Yaveh

de alguno que quisiera tomarse las molestias

de construir un barco y reunir a las bestias.

Y es aquí donde entra en escena Noé,

 

quien, para hacer la rosca al Dios del firmamento,

accedió a todo aquello que el ángel le pedía

y construyó en madera un arca en que cabía

la fauna del planeta, de la mosca al jumento.

 

Metió Noé en su barco al tigre y al gorila,

puso junto a la mansa gacela a la res brava,

sin olvidar las hembras, por lo que acompañaba

al feroz cocodrilo la hermosa cocodrila.

 

Llovió entonces a mares, como llueve en Sevilla

cuando salen los pasos durante el Viernes Santo,

y Noé y su esposa e hijos, entretanto,

jugaban al parchís en la mesa-camilla.

 

Duró cuarenta días la terrible tormenta,

pero luego escampó, porque nada es eterno;

es más: empezó a hacer un calor del infierno

y Noé se quitó toda su vestimenta.

 

Sus puritanas nueras, al verle así, corito,

armaron un escándalo mayúsculo del todo

y dijeron entonces que es que estaba beodo,

colgándole a su suegro por siempre el sambenito.

 

Las bestias se marcharon brincando de alegría

y Noé plantó viñas y algunos algarrobos;

pero luego sus hijos, que no eran nada bobos,

dijeron que los campos los iba a arar su tía.

 

Noé se enfadó tanto con su desobediencia

que maldijo a su prole con palabras muy feas:

que sufrirían de lepra y frecuentes diarreas

y que habría abogados entre su descendencia.

 

Los hombres, desde entonces, sufren años aciagos,

sufrimientos sin tasa, penas y enfermedades,

gran variedad de males y de calamidades

solo porque los hijos de Noé fueron vagos.


 

 

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