Steven Soderbergh
(2001)
Hay un género inmoral
frecuente en la gran pantalla:
ladrones de guante blanco
que roban bancos y bancas,
casinos… cualquier lugar
en que se guarde la pasta.
Son películas apasio-
nantes y también variadas,
pese a que acaban muy mal:
en todas llega la pasma
y a los ladrones les caen
de condena una porrada
de años. Siempre es igual.
Pero son una gozada
y se disfruta un montón
viendo cómo se preparan
para dar el golpe, cómo
alquilan coches, contratan
a cacos especialistas
en robos a mano armada
y en saltarse a la torera
todo el sistema de alarmas.
Hasta ahí, bien. Lo malo es
la inmoralidad palmaria
que transmiten estos filmes,
muy en contra de la Santa
Madre Iglesia y sus mandatos.
Porque estas «pelis» exaltan
el robo y hacen que tú
sufras cuando les atrapan.
Por el contrario, deseas
que a los ladrones les salga
bien el robo y que se forren;
quieres que toda la banda
salga del asunto ilesa
y archimultimillonaria.
¿Qué defecto psicológico,
qué perturbación, qué trauma
hace que la audiencia esté
del todo identificada
con los chorizos? Si Freud
no estirara ya la pata
hace muchos años, yo
la razón le preguntara.
Pero como ya no puede
Freud sacarme las castañas
del fuego, yo he de intentar
solo averiguar la causa
de que nos sean simpáticos
esos grupos de canallas.
Se me ocurren dos razones
y la primera está clara:
es bueno odiar a los bancos.
Lo merecen, ¡qué caramba!
Viendo este berenjenal
en el que se haya atrapada
toda Europa por su culpa
(por no hablar sólo de España),
cualquier molestia a los bancos
está muy justificada.
Y la segunda razón
es que miramos con saña
a guardias y policías,
porteros y seguratas,
ya que su sola existencia
nos dice bien a las claras
que alguien nos ve con recelo,
nos considera amenaza,
cree que debe vigilarnos
y usar —en cuanto haga falta—
el sistema represor
con el que cuenta la patria.
Estas son mis conclusiones:
cualquier cosa que le haga
mal a los ricos y «polis»
es todo un logro, una hazaña
que sirve para mostrar
tu honestidad ciudadana.
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