Los cautivadores encantos de Villanueva y la Geltrú

 


 

Esta bella villa (¡qué mal suenan estas dos palabras juntas!) se encuentra a 46 kilómetros de Barcelona (o a 826, si te empeñas en visitar, de camino, el palmeral de Elche). Las leyendas sobre su fundación resultan un tanto picantes y, por ende, interesantes para muchos.

Según se cuenta, el señor feudal de la antigua Geltrú era un viejo verdísimo que instauró el «derecho de pernada», lo que le permitía catar el primero a las recién casadas, como si fueran melones maduros que luego se comían otros. Algunos siervos melindrosos se opusieron a esto (no todos: los hubo a los que no les importó demasiado). Los descontentos, como no tenían los suficientes arrestos para cantarle las cuarenta en bastos a su señor natural, optaron por hacer las maletas y trasladarse con sus esposas y sus gallinas a otro sitio, fundando una villa nueva a la que llamaron Villanueva, porque nadie tenía realmente tiempo que perder como para ponerse a pensar en un nombre más atractivo.

Con el tiempo, la villa creció y acabó lindando con Geltrú y, luego, unificándose con ella, con lo que el señor de marras acabó, al fin y a la postre, ejerciendo aquel derecho que tanto le apetecía ejercer.

Parece ser que en 1274 el rey Jaime I le mandó una carta a la villa, inaugurándola oficialmente, sin darse cuenta de que ya estaba inaugurada hacía varios siglos, pero es que era un monarca muy despistado. A mediados del siglo xviii (porque en todo ese tiempo no pasó nada digno de mención) se creó allí una fábrica de pelucas para ilustrados cursis, que determinó el crecimiento, la prosperidad y hasta nos atrevemos a decir que la efervescencia económica de la localidad. Se fundaron en ella las primeras sociedades recreativas modernas (sin contar, claro está, algunos lugares más antiguos que proporcionaban a la población masculina otro tipo de recreo más tradicional).

A partir de ese momento el ambiente de juerga y jolgorio ya no abandonó a la villa, en la que se construyeron jardines de esparcimiento para que los vilanovageltrunenses se esparcieran bien esparcidos, con espacios para espectáculos permanentes y puestos de helados de varios sabores.

La época dorada de la ciudad fue durante el romanticismo, momento en el que un alcalde chalado mandó pintar todas las fachadas de las casas de color amarillo loro. Fue entonces cuando se construyeron diversos museos, que estuvieron vacíos durante muchos años hasta que se consiguió encontrar objetos suficientes para poner dentro.

El escudo de la ciudad está partido en dos (y desde la Edad Media no han conseguido aún pegar las dos mitades). En un lado, se ve un castillo de oro sobre un campo de azur (el azur heráldico no es sino el color azul de toda la vida, pronunciado por un andaluz muy de su pueblo). En el otro lado, hay cuatro palos de gules (que no es nada de comer, sino sólo el color rojo). Son las armas reales de Cataluña, para que a los oriundos de allí no se les olvide a qué lugar pertenecen. La bandera de la villa es exactamente igual, con el mismo castillo y todo. La principal diferencia entre la bandera y el escudo es que la bandera suele ser de tela y el escudo, en cambio, no.

Villanueva y la Geltrú tiene sus propias celebraciones, porque de otra manera habría desarrollado un complejo de inferioridad ante otras localidades vecinas. En Carnaval son famosos los empastifats [embadurnados], una tradición que consiste en que los pasteleros de la ciudad se forren vendiendo merengues para que los vilanovinos y vilanovinas se los tiren unos a otros, con o sin piedra dentro, dependiendo del grado de amistad o enemistad que mantengan con sus conciudadanos. No se sabe el origen de esta peculiar tradición, aunque los reposteros juran que no la inventaron ellos para sacarles los cuartos a sus vecinos, afirmación que no nos creemos.

Otra costumbre curiosa consiste en que las mozas solteras le recen a San Antonio para conseguir un novio rico y tonto, el ideal de cualquier mujer. Pero nos asalta la sospecha de que tal práctica no es únicamente patrimonio de Vilanova i la Geltrú, sino que se halla extendida también por otros lugares de la península.

Hay otras muchas tradiciones populares que no contamos aquí para no chafarles la sorpresa a los que visiten la ciudad durante sus fiestas.

Pero sí hay que destacar que allí se celebra un Festival Internacional de Música Popular. Es el certamen más antiguo de España de los dedicados a lo que hoy en día se conoce como «músicas del mundo», lo cual es una definición muy tonta y redundante, porque, si no son del mundo, no nos explicamos de dónde demonios van a ser las músicas.

Hablemos a continuación de sus apabullantes museos.

 

Apabullantes museos de la localidad

 

Biblioteca Museo Víctor Balaguer

          Este cuco edificio alberga un gran número de volúmenes en su interior, porque los que se dejaron en el exterior se mojaron todos el primer día que llovió.

          En la Biblioteca hay unas mesas y unas sillas en las que los visitantes pueden sentarse y leer periódicos, lo que les permite estar informados de la actualidad.

          (El párrafo anterior es un magnífico ejemplo de cómo se puede escribir y escribir sin decir absolutamente nada.)

          La colección consta de 7000 volúmenes desde su inicio y los 7000 siguen estando todos allí. El hecho de que en siglo y medio nadie haya querido robar ningún libro de la biblioteca nos lleva a sospechar que tales libros no deben ser particularmente interesantes.

          La sorpresa que se lleva el visitante es que en la biblioteca también hay cuadros de Rubens, Murillo, Goya y otros pintores aún peores. Y, acto seguido, el visitante se pregunta: ¿por qué la Biblioteca-Museo no se llama Biblioteca-Pinacoteca-Museo? Y la respuesta es tan tonta como que entonces el nombre del edificio no cabría en el cartel de la fachada.

 

El Museo Romántico Can Papiol       

          Tras estar cerrado durante unos años, este simpático museo volvió a abrir sus puertas en 2011 (cuando, por fin, encontraron la llave, que llevaba perdida un montón de tiempo). Es una casa señorial de fines del siglo xviii, que conserva los muebles, los elementos decorativos y las telarañas de la época.

          Éste es un edificio IMBCIL (Inmueble Municipal y Bien Cultural de Interés Local). Era el hogar de un comerciante que se enriqueció fabricando una nueva y revolucionaria variedad de carquiñoles de almendras (en las que no echaba almendras en absoluto). Sus descendientes lo vendieron por dos perras gordas a la Diputación de Barcelona (vendieron el edificio, no a su antepasado, el comerciante). La Diputación se lo quitó de encima en cuanto pudo, cediéndole la custodia a los del Ayuntamiento de Villanueva y la Geltrú, para que el techo se les hundiera a ellos.

          Tras su restauración, ha quedado una casa con habitaciones que se pueden visitar, porque si no se pudieran visitar estaríamos hablando de una birria de museo. Hay una entrada, por la que los visitantes pueden acceder al museo y también salirse, si lo que ven no les gusta. Una sala de espera —decorada con papel pintado donde se ven piñas tropicales, algunas de ellas boca abajo— da acceso a un despacho en el que se muestra un retrato de un señor que puede ser Jacinto Verdaguer, Lluís Companys o bien cualquier otro individuo.

          En la alcoba, de estilo Imperio, hay una mesita en la que reposa una palangana de porcelana con incrustaciones de nácar. En la sala de música se puede admirar una vitrina en la cual se guardan una armónica, un arpa de boca y un silbato de árbitro de fútbol. El salón de baile está dominado por una gran araña de cristal que no se cae, pero que da la impresión de que puede hacerlo en cualquier momento, lo que provocaba que los bailarines que usaron el salón se movieran más deprisa para acabar pronto el baile y quitarse de debajo.

          Hay también un salón de billar con una mesa de ping-pong, una sala de baño, un dormitorio pequeñito, tres capillas, un cuarto de plancha, una despensa, un granero, una bodega, un pasillo que no lleva a ningún sitio en especial y un cuarto para jugar al julepe.

          El jardín crea un ambiente romántico y reumático, por sus abundantes fuentes. Una de ellas se encuentra rematada por una escultura de Hércules, en mármol de Carrara, haciendo aguas menores encima de algunos tritones, el muy cochino. También hay un lago con lirios, nenúfares y otras flores más cursis todavía.

 

Museo del Ferrocarril de Cataluña

          Este peculiar Museo del Ferrocarril se caracteriza porque en él no hay ningún ferrocarril, sino tan sólo pinturas de muchos artistas conocidos. Sin embargo, como Villanueva y la Geltrú ya cuenta con otro museo donde se exhiben cuadros, las autoridades prefirieron dar a este museo pictórico otro nombre distinto, en pro de la variedad.

          Los cuadros son realmente preciosos: hay marinas de agua dulce y salada, paisajes bucólicos y no tan bucólicos, bodegones con comida putrefacta, retratos de solteronas ricas con cara de bruja y lienzos con manchones posmodernos, de todas las formas y tamaños. Y, lo que es mejor: estos cuadros están pintados con colores, lo que los hace aún más llamativos y alegres que si hubieran sido todos en blanco y negro.

          El museo cuenta con una tienda donde puedes comprar diversos objetos y en donde se te da también la opción de no comprarlos si no te apetece hacerlo, lo cual es casi preferible.

 

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