Huelga en el Averno



 

          Acaeció que entrome una gran modorra y me dormí, y soñé que me moría.

          Han de saber vuesas mercedes que en mi sueño encontreme de repente y sin yo quererlo en las lindes de un bosque lúgubre en el que se internaban dos caminos.

          Uno de ellos conducía al Paraíso, según leerse podía en un cochambroso letrero allí colocado a tal efecto. Pero por ese sendero no iba ni un alma, pues se sabido que al hombre le ha puesto el Hacedor hartas dificultades para alcanzar la Gloria, por lo que son escasas las almas que consiguen llegar a esa eterna morada de bendición.

          El otro sendero, que parecía mucho mejor asfaltado y de mejor caminar, conducía a los Infiernos y yo supuse que estaría lleno de almas de gentes que alegremente se dirigirían a ellos, por sus muchos pecados en la vida que acababan de abandonar muy a pesar suyo.

          Pero cual no sería mi sorpresa al contemplar que nadie iba por aquella senda hacia la morada del fuego; mas, por el contrario, gran número de personas volvían dél. Veíaselas contentas y todas mostraban una pinta asquerosa. Notábase claramente en sus rostros y apariencias que eran borrachos, prostitutas, fornicadores, funcionarios y otras variedades de pecadores a cual peor, hez de la humanidad y vergüenza para su Creador, que bien podía haberse estado quietecito antes de poner en el mundo a tal gentuza.

          Quise saber la causa de aquello que veía y anduve contra corriente, yendo yo por donde todos volvían, hasta que al cabo de muchos días de ardua y pertinaz caminata, hete aquí que me encontré por fin ante las puertas mismas del Averno, que se hallaban de par en par abiertas.

          Allí topeme con un diablo muy viejo y cegato, de lastimero gesto, apoyado contra el quicio de las malditas puertas. Tenía un aspecto gastado, el rabo lacio y los cuernos romos. Su color había sido rojo, pero ya parecía desteñido. Nada más veme llegar, me interpeló:

          —¿Quién sois y adónde vais, mortal?

          —Soy Francisco de Quevedo —repuse al instante—, un famoso escritor de libros que no se venden, porque los hideputas de mis compatriotas los copian en papeles sueltos, se los reparten y los disfrutan sin pagarme lo que es mío. Muerto he, y por mis pecados creo que este es el lugar donde se me ha guardado acomodo hasta el fin de los tiempos.

          Aquel Matusalén de los diablos frunció el ceño y díjome:

          —Sois un alma con retraso y llegáis tarde. ¿No habéis visto a una legión de antiguos condenados que ha poco salieron de aquí y desandaron el camino por el que antaño vinieran?

          —Me los crucé en el sendero y me extrañó el hecho —dije yo—. ¿Cómo fue que les permitisteis salir?

          —El Infierno ha cerrado sus puertas —fue lo que anunció el endiablado demonio—. Por ello, hubimos de expulsar a todos los condenados, que se volverán agora al mundo a seguir con sus pecaminosas conductas, pues es bien sabido que nadie se regenera en prisión y que los castigos no impiden que los hombres, que son canallas por naturaleza, se sigan comportando como tales.

          —¡Pesia tal! ¡Gran verdad es esa! —afirmé—. Y gran problema tendrá el mundo para acoger de nuevo a tantos y tantos pecadores. Bastantes ladrones y malandrines residen ya en el círculo de los vivos como para albergar a los que ya habían muerto.

          —Como compensación —dijo el diablo— habrá muchas más mujeres hermosas en el mundo, que fueron causa de tentación y estaban todas aquí, pues es sabido que al Cielo solo van las hembras virtuosas y las virtuosas son todas feas a rabiar.

          —¿Y cuál ha sido la causa de este hecho sin par en la historia? —quise saber—. ¿Estáis de reformas? ¿Tenéis, para desventura vuestra, obreros o albañiles trabajando? Eso explicaría el cierre temporal de vuestro Infierno.

          —No es temporal el cierre, sino definitivo, y nunca hubiéramos dejado entrar a albañiles —replicó el otro—, que todo lo pondrían perdido y luego pasaríamos siglos limpiando. El Infierno ha cerrado sus puertas por nuestras demandas laborales.

          —No entiendo —confesé yo.

          —Es harto sencillo de comprender, si no se es corto de entendederas. Hais de saber —prosiguió— que nuestro gremio diablil lleva ya milenios descontento con nuestro trabajo.

          —¿Cómo? —exclamé yo—. ¿No os gusta quemar y atormentar a los hombres? ¿No obtenéis placer pinchando a los mortales con vuestros tridentes quemándoles con tizones al rojo vivo?

          —Todo ello es un trabajo muy placentero, lo reconozco. Pero por grande que sea nuestro disfrute, las cosas malas de este oficio de diablo son demasiadas y nos causan honda pesadumbre.

          —¡Explicaos, por vuestra vida!

          —No tenemos días de holganza al cabo del año, ni descansos en el trabajo de la jornada —quejose el diablo—. Hemos de herir, quemar, cortar y torturar a destajo y sin descanso. A cada pecador hay que hacerle sufrir todo lo que se merece. Y los hombres son cada vez peores y se les deben dar más y más castigos. La cantidad de trabajo es muy superior a nuestras fuerzas y se va acumulando. Si los hombres fueran menos malos, si entraran menos condenados por estos condenados portones, quizá pudiéramos cumplir con las obligaciones de nuestro oficio. Pero no es así. Los diablos somos los mismos que éramos al principio de los tiempos: no ha aumentado nuestro número desde que nos arrojaron de los Cielos de una patada divina. Pero los pecadores se multiplican y multiplican.

          Quedeme harto sorprendido de oír aquesto. El diablo prosiguió sus lamentaciones:

          —No podíamos con tanto trabajo. Así es que constituimos un sindicato y enviamos a un representante a los Cielos a pedir que se aumentase el número de diablos pinchadores y quemadores, que se limitaran las horas de tortura diarias y que se nos concediese de cuando en cuando alguna jornada de asueto. Pero en los Cielos no se nos quiso escuchar.

          —No es extraño —tercié—. A los que viven bien les resulta arduo imaginar los sufrimientos de los otros.

          —Exacto —asintió el viejo diablo—. Los ángeles y los serafines trabajan menos horas y la suya es labor más relajada. Mas prosigo con mi historia. Viendo aquella negativa celeste, el sindicato de diablos se declaró en huelga.

          —¿Huelga? ¿Qué es eso? —quise saber.

          —Algo que en el mundo no se ha inventado aún, pero que se inventará en los siglos venideros.

          —¿Y en qué consiste? —inquirí yo.

          —Consiste en no trabajar —fue la respuesta del diablo.

          —Os aseguro que eso ya lo hemos inventado hace tiempo —le aseguré.

          —Por ello —concluyó el del rabo lacio—, hasta que no se nos conceda lo que demandamos, el infierno queda cerrado hasta nuevo aviso. Hemos apagado las calderas para no gastar leña en vano.

          —¿Y los demonios?

          —Se marcharon todos de vacaciones —me explicó mi interlocutor—. Yo no pude acompañarlos porque soy cegato y porque alguien se tenía que quedar aquí, por si algún necio como vos venía a preguntar.

          —¿Y adónde se fueron, si puede saberse?

          —Marcharon al mundo, en muchas direcciones. Pero principalmente fueron todos a las Españas. Querían solazarse viendo lancear toros, un festejo vuestro que nunca hemos presenciado y que a todos nos ha picado la curiosidad. También muchos marcharon allí para bailar la chacona, un lascivo baile que todos aseguran que provoca mucho regocijo. Y otros querían conocer de cerca a la Calderona, una hermosa comedianta que representa comedias de Lope en el Corral de la Pacheca. Aseguran que con su singular belleza ha tentado a vuestro serenísimo rey, el cuarto Filipo, que también la tienta a ella a su vez, cuando se le presenta la ocasión.

          —No pierden el tiempo vuestros compañeros —repuse—. Piensan entonces los demonios quedarse a vivir en nuestro mundo mortal?

          —Sí, en efecto; pues desarrollarán los hombres una curiosa forma de gobernar vuestros reinos y repúblicas que se llamará «sistema parlamentario», sea eso lo que fuere, en donde todos los diablos tendrán acomodo y en el que podrán montar con legalidad una suerte de aquelarres llamados «sesiones». No será un trabajo tan honroso como el de demonio torturador de pecadores, pero en él podrán hacer maldades sin tener que echarle muchas horas de esfuerzo.

          —Es una idea excelente —reconocí.

          Y dijo el diablo, concluyendo así su perorata:

—Solo siento no haber podido yo también irme con ellos al mundo para ser diputado (que así se llamarán) y hacer diabluras a placer y sin que nadie me lo reproche.

En esto estaba cuando desperteme, todo cubierto de sudores, y medité y reflexioné largamente sobre lo soñado. Y, por si los sueños son premonitorios, me alegré de saber que yo moriría de veras en unos pocos años y no tendría ocasión de presenciar el espectáculo de los diablos desempeñando su nuevo oficio.

 

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