Diógenes «el perro»

 

 


 

(Diógenes de Sinope, el filósofo cínico, está en una cueva, desnudo y mugriento, dentro de su tonel. Alejandro llega allí con mucha pompa y esplendor, pero se los deja fuera de la cueva.)

 

Diógenes.—¿Quién eres tú, forastero?

Alejandro.—Soy Alejandro, llamado «el Magno».

Diógenes.—Pues yo soy Diógenes, llamado «el Perro», lo cual es mucho mejor, pues la fidelidad es una virtud y el ansia de poder, un defecto.

Alejandro.—Soy el hijo de Filipo.

Diógenes.—(Sarcástico.) ¡Quién me iba a decir a mí esta mañana que hoy, al fin y a la postre, conocería al gran Alejandro de Macedonia!

Alejandro.—¡Por lo que más quieras!: no me hagas un chiste con lo del postre y la macedonia, porque bastantes he tenido que aguantar durante toda mi vida.

Diógenes.—Como gustes. No haré chistes, pero te advierto que reírse es muy saludable. Y, hablando de otra cosa: ¿cómo tú por aquí?

Alejandro.—Estoy de paso en mi periplo de conquista. Me propongo dominar todo el mundo conocido. Llegaré hasta los confines del Asia y...

Diógenes.—¿Cuántos años tienes?

Alejandro.—Veintiuno.

Diógenes.—Ya es un poco tarde, ¿no?

Alejandro.—¿Tarde?

Diógenes.—Estas cosas, como el ballet, tocar el violín y conquistar el mundo, o se aprenden en la tierna niñez o luego es mucho más difícil.

Alejandro.—¿Te estás quedando conmigo?

Diógenes.—Sí; era una broma. Reconozco que era una broma.

Alejandro.—Bueno, a lo que íbamos. Yo pasaba por aquí y me dije: «¡Hombre! Voy a conocer al filósofo del tonel, que tanta fama tiene y que está aquí, desterrado por los sinopenses.»

Diógenes.—Es verdad: los sinopenses me condenaron al destierro. Pero yo, a mi vez, les condené a ellos a quedarse.

Alejandro.—Y aquí estoy. Así es que dime qué puedo hacer por ti.

Diógenes.—Lo más resultón sería que te dijera que te apartaras un poco, para que no me taparas el sol. Pero hoy está lloviendo y hace un día asqueroso. Sin embargo, en aras de la posteridad, consideraremos que es eso lo que te he dicho.

Alejandro.—Eres en verdad sorprendente.

Diógenes.—Soy sólo lógico.

Alejandro.—Una curiosidad: ¿es verdad que, en una fiesta, te orinaste sobre los invitados?

Diógenes.—Fue por defender la lógica. Ellos, por ofenderme, me echaron huesos, como a un perro. Entonces yo actué como un perro y les meé encima.

Alejandro.—Has dicho con orgullo que te apodas «el Perro». ¿Puedo saber por qué?

Diógenes.—Pues por pura coherencia. Hago como los perros: halago a los que dan, ladro a los que no dan y a los malos, los muerdo.

Alejandro.—La verdad es que tienes muy mala fama. La gente decía que siempre ibas a beber a la taberna.

Diógenes.—Sí. Y siempre iba a la tienda del barbero a cortarme el pelo.

Alejandro.—La gente te insultaba.

Diógenes.—Pero yo no me consideraba insultado. ¡Valiente cosa lo que me importa a mí la opinión de los majaderos!

Alejandro.—¿Y a quien consideras tú majadero?

Diógenes.—Me temo que a bastante gente.

Alejandro.—Eres cáustico. ¿Nadie se salva de tus censuras?

Diógenes.—Sí. Quienes pudiendo casarse, no se casan y quienes pudiendo gobernar, no gobiernan.

Alejandro.—Según eso, te merezco mala opinión.

Diógenes.—¡Tú me dirás!

Alejandro.—¡Pues tú no te quedas manco! ¿Sabes que mis arúspices me dicen que en el futuro darán tu nombre a una enfermedad de la conducta?

Diógenes.—¿Ah, sí? ¡Qué interesante!

Alejandro.—Los médicos denominarán «síndrome de Diógenes» a la costumbre compulsiva de acumular cosas, sobre todo basura.

Diógenes.—Los médicos, como de costumbre, no dan una, porque como ves, yo no acumulo nada. Es más, no tengo nada. Ni ropa interior. Puedes mirar dentro del tonel y comprobarlo tú mismo.

Alejandro.—No, gracias; ya me lo imagino. ¿En verdad no tienes nada?

Diógenes.—Nada. Tenía una taza para beber, pero cuando vi a un rapaz que bebía de la fuente en el hueco de la mano, rompí la taza.

Alejandro.—¡Qué bello gesto!

Diógenes.—Y, siguiendo con lo del síndrome, ¿cuándo dices que denominarán a la tal enfermedad de esa manera tan poco apropiada?

Alejandro.—Durante el siglo XXV a partir de mí.

Diógenes.—¡Ah, bueno! Entonces no me extraña. Ya se ha vaticinado que ese será el siglo cuando se cometan más tonterías.

Alejandro.—Antes de irme, quisiera que me dieras alguna enseñanza que yo pudiera aprovechar.

Diógenes.—Bueno, como decía mi maestro Antístenes, la sabiduría es una cosa que tiene la curiosa propiedad de que, después de haberla dado, la sigues teniendo. Aunque no se debe confundir a la sabiduría con los consejos y trucos para triunfar sobre los hombres.

Alejandro.—Aun así, dime alguna cosa, para no haber perdido el viaje. ¿Por qué a ti y a los que piensan como tú se os llama cínicos o filósofos perrunos?

Diógenes.—¿Quieres la respuesta larga o la corta?

Alejandro.—La corta, por favor.

Diógenes.—Pues porque los canes son el modelo de comportamiento que todos tendríamos que seguir. Yo insisto en que el hombre debe vivir sin convencionalismos. Y los perros son maestros en ello. A ellos no les importa lo más mínimo si eres rico o pobre, listo tonto. Te aceptan como eres. Nunca te comparan con nadie ni emiten juicios a su favor. No se enfadan si te olvidas de su cumpleaños. Considera, además, que entre todas las formas de vida que nos rodean, solo el perro ha hecho una alianza con nosotros.

Alejandro.—Sigue.

Diógenes.—Los perros son frugales en sus costumbres y es así como debe ser. Se contentan con lo que su amo les da y nunca insisten en tomarse un aperitivo. La felicidad estriba en vivir una vida simple y buena y los perros nos enseñan que para ello no precisamos tener riquezas ni honores, ni siquiera una gran colección de corbatas.

Alejandro.—(Un poco impaciente.) ¿Te queda mucho?

Diógenes.—Ya acabo, no te preocupes. Por último, es deber de los hombres de sano juicio desafiar el protocolo y los convencionalismos de la sociedad en la que viven; y eso hacen los perros, que no tienen reparo en ir desnudos por la calle e incluso en olisquear a cualquier otro perro con el que se cruzan, si hacerlo les apetece. Viven a su modo y les importa tres pimientos la opinión de las gentes.

Alejandro.—Comprendo. Oye, yo me quedaría más rato, pero mis generales me esperan ahí fuera y se deben de estar calando. He de irme ya. Me ha alegrado mucho hablar contigo.

Diógenes.—Vuelve otro día y te contaré más peculiaridades de mis maestros, los perros.

Alejandro.—Me temo que va a ser difícil. Es que me voy a conquistar el mundo.

Diógenes.—Pues date prisa, no llegues tarde y lo vayan a cerrar.

TELÓN

 

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