Odiseo no sabe volver a casa

 


 

El Hades, el infierno griego, una apacible mañana de primavera (aunque allí dentro no se nota mucho). En escena, Tiresias, digno anciano, con una barba blanca y una túnica de tela de saco que le debe de raspar muchísimo. Se aburre miserablemente, porque el infierno va precisamente de eso: de aburrirse. De pronto, huele llegar a un hombre (escribimos «huele llegar» en lugar de «ve llegar» porque Tiresias es ciego cual topo). Se le ilumina el semblante. Al poco, aparece en escena Ulises, a quien los griegos llamaban Odiseo y su madre, Pichurrín.

 

Tiresias.—¿A quién buscas, forastero?

Odiseo.—Busco al maestro de adivinos, al famoso Tiresias, al quien nada se le oculta.

Tiresias.—Ya lo has encontrado: estoy ante ti. ¿Y quién eres tú, ¡oh, desconocido!?

Odiseo.—(Tras una pausa de desencanto.) ¡Vaya porquería de adivino que estás hecho si no puedes averiguarlo! Ya me advirtieron que Calcas era mejor conocedor del futuro.

Tiresias.—(Indignado.) ¡No me ofendas, Odiseo, hijo de Laertes! Aunque viejo y caduco, aún poseo mis capacidades adivinatorias. Pero es que esta mañana me he levantado con un dolor de cabeza terrible y tener que adivinar cosas me lo empeora. Me es más cómodo que me lo cuentes. En cuanto a los poderes de Calcas, estás pero que muy mal informado. Ese tipejo presume de auríspice, pero es un impostor como la copa de un pino, incapaz de adivinar qué día de la semana viene después del miércoles.

Odiseo.—(Se ha picado.)

Tiresias.—No es por presumir, pero, si quieres conocer el futuro, has hecho bien en venir a mí. Anda, siéntate en esa roca, que está templadita, y tómate algo.

Odiseo.—¿Qué me ofreces?

Tiresias.—En realidad, nada. Aquí no tengo ninguna bebida ni vianda con la que te pueda agasajar.

Odiseo.—¿Entonces, para qué me has dicho...?

Tiresias.—Era simplemente una fórmula de cortesía. (Odiseo se sienta en la roca. O no se sienta; todo depende de si el actor que hace de Odiseo está cansado o no.) Oye, ¿cómo has podido hallar este lugar que hoy hollas?

Odiseo.—Lo hollo porque lo hallé ayer. Después de todo un día buscando la entrada, la encontré y no temí internarme.

Tiresias.—Hiciste bien, pues me place la compañía. Bien, Odiseo: te hablaré con el corazón. Sé que has venido a preguntarme el camino de vuelta hacia tu patria, la isla de Ítaca. Y también sé qué aventuras te depara el futuro cercano. A todo te contestaré, pero mi condición para hacerlo es que primero me cuentes en detalle tu viaje.

Odiseo.—¿Y por qué puede interesarte?

Tiresias.—Porque en este lugar infernal no hay con qué matar el tiempo. Los libros que me traje ya me los he leído muchas veces: me los sé de memoria; y, la verdad, el tedio me está volviendo majareta.

Odiseo.—¿No hay condenados con quien hablar?

Tiresias.—¡Oh, no! Muy pocos. Y los que hay han llevado vidas tan vulgares y anodinas que su narración no entretiene lo más mínimo. Compadécete, pues, de un viejo y relátame tus aventuras, pues yo adivino el futuro, pero el pasado es algo a lo que no tengo acceso.

Odiseo.—Si no lo hago, ¿no me contarás qué me aguarda en el porvenir?

Tiresias.—No diré «esta boca es mía».

Odiseo.—No me queda otra opción, entonces. Bien, disponte a escuchar.

Tiresias.—Espera a que me ponga cómodo. (Se repantiga en el suelo, apoyándose contra una roca.) Y sé cuidadoso con lo que me cuentas y cómo lo haces. No uses palabrotas. Ten en cuenta que, dentro de algunos siglos, esta conversación nuestra será conocida por muchos.

Odiseo.—¿Y eso?

Tiresias.—Homero, un ciego como yo, aunque mucho más cochambroso, la relatará en el Canto XI de un poema que escribirá sobre ti y tus viajes.

Odiseo.—¡Qué majo!

Tiresias.—Y Sófocles, el gran trágico calvo, la narrará asimismo en su tragedia Edipo Rey.

Odiseo.—¿Seré famoso? Me das una alegría. ¿De veras saldré en una comedia?

Tiresias.—No te ilusiones demasiado, porque serás sólo un personaje secundario; además, aparecerás en una escena de ésas que siempre cortan para que la obra no dure demasiado y el público no se canse. Pero, a lo que íbamos. Inicia tu narración.

Odiseo.—Nada más acabar la guerra de Troya, el ansia de volver con mi esposa, Penélope, me impulsó a embarcarme sin perder un momento.

Tiresias.—¿Es guapa? ¿Tiene las curvas donde hay que tenerlas y en sus debidas proporciones?

Odiseo.—¡No seas impertinente! ¿Qué puede importarte eso a ti, ciego?

Tiresias.—Ignoras el poder de la imaginación.

Odiseo.—En cuanto a Penelo...

Tiresias.—¿A quién?

Odiseo.—A Penélope; yo la llamo Penelo para abreviar.

Tiresias.—Claro: sigue siendo un nombre un poco largo, pero entiendo que no quieras abreviarlo más.

Odiseo.—Reconozco que ella está de muy buen ver. (Pensativo.) Quizá es excesivamente ancha de caderas, pero eso no hace al caso.

Tiresias.—Siento haberte ofendido. Pero es que siempre me han gustado las mujeres.

Odiseo.—Cosa rara en Grecia.

Tiresias.—Sí. Y a ello se debe mi ceguera. Sorprendí a la diosa Atenea cuando se bañaba desnuda en la fuente Hipocrene, en el Monte Helicón, para subir al cual, por cierto, eché el bofe. El caso es que la contemplé fijamente durante más tiempo del que hubiera sido honesto y, entonces, ella, con sus poderes divinos, me privó de la vista.

Odiseo.—¡Qué crueldad!

Tiresias.—Se sintió avergonzada de que un mortal viera su celulitis, que ella mantenía siempre oculta bajo su túnica. Pero, en fin, eso es ya historia antigua. Sigue con tu relato, ¡por Zeus!

Odiseo.—Bien. Te dije que la guerra había finalizado. Yo quería regresar a mi patria y no sólo por mi esposa. La comida que nos dieron en el campamento durante el larguísimo asedio era infame y repetitiva. ¿Te haces cargo de lo que es estar diez años comiendo todos los días lo mismo? ¡Es para volverse loco!

Tiresias.—Prosigue.

Odiseo.—Me embarqué con mis soldados, como te dije, y emprendimos el regreso. Paramos unos días en Ísmaro, donde moraban los cicones, y destruimos la ciudad.

Tiresias.—¿Por qué hicisteis tal cosa?

Odiseo.—(Reflexionando.) Creo que fue por inercia, por la velocidad adquirida. Llevábamos diez años de pelea continua y, a los pocos días de no matar a nadie, nos pusimos bastante nerviosos. Era como un hormigueo muy desagradable que nos quitamos de encima cargándonos a los primeros que se nos pusieron por delante.

Tiresias.—Continúa.

Odiseo.—Arribamos a la isla de los lotófagos, un pueblo estrictamente vegetariano que se alimentaba tan sólo de la flor de loto, que, por cierto, sentaba como un tiro. Para entonces yo ya estaba delicado del estómago y no la probé. Pero muchos de mis hombres sí lo hicieron y perdieron del todo el deseo de volver a sus hogares.

Tiresias.—¿Ellos no añoraban a sus esposas?

Odiseo.—Imagino que supusieron que, tras diez años, habrían todas engordado bastante y no sintieron grandes impulsos de regresar. Varios se quedaron allí. Con el resto marché a la isla de los cíclopes, donde tuvimos un encuentro desagradable, por decirlo de una manera elegante.

Tiresias.—¡No me lo digas!: el cíclope Polifemo intentó comeros.

Odiseo.—No sólo lo intentó, sino que se salió con la suya con muchos de mis compañeros. Pero, ¿no me dijiste que tu visión profética no te permitía conocer el pasado?

Tiresias.—En efecto. Pero para imaginar el peligro de la isla de los cíclopes no hace falta ser adivino: basta con no ser imbécil. ¿Escapaste de Polifemo?

Odiseo.—No sólo logré escapar: le cegué, clavándole una gran estaca en su único ojo. Conseguí salir de la isla, junto con algunos de mis soldados, pero los vientos marinos nos apartaron bruscamente de nuestro rumbo.

Tiresias.—¡No me extraña! El cíclope es hijo de Poseidón, el dios del mar, que tuvo una vez una aventurilla pasajera con una cíclopa. Estaría lógicamente bastante enfadado con vosotros. Sigue contando.

Odiseo.—Eolo, dios de los vientos, se apareció entonces entre nosotros y nos pidió un favor.

Tiresias.—Esto se pone interesante.

Odiseo.—Quería que le hiciésemos un recado: teníamos que llevar una bolsa a algún sitio. Pero dentro de la bolsa había varios vientos, muy malolientes por cierto, que se escaparon y desencadenaron una tormenta. La nave encalló en la isla de los lestrigones, unos señores muy siniestros que se comieron también a unos cuantos de mis compañeros. Después vino lo de Circe.

Tiresias.—¿Quién es ésa?

Odiseo.—Una insaciable. Era una hechicera, más fea que un dolor, que me reveló que para averiguar el camino a mi hogar tendría primero que venir a los infiernos a verte a ti. Con lo que me encaminé para acá, parando tan sólo un rato a hacer una ofrenda de ovejas.

Tiresias.—Ya.

Odiseo.—Y aquí me tienes. Bueno: yo ya he cumplido mi parte. Anda, adviérteme ahora de lo que me aguarda.

Tiresias.—Lo haré, pues te he dado mi palabra y no quiero quedar como un cochino embustero. Verás: cuando salgas de aquí pasarás cerca de una isla de sirenas que pueden enloquecer a tus compañeros con sus cantos.

Odiseo.—¿Tan mal lo hacen?

Tiresias.—Sigue tu camino sin escucharlas. Llegarás luego a un estrecho entre Scila y Caribdis...

Odiseo.—¿Cómo has dicho?

Tiresias.—Scila y Caribdis.

Odiseo.—Me estás metiendo un camelo.

Tiresias.—No. Esos lugares existen de veras y son muy peligrosos. Evítalos. Arribarás luego a la isla de Ogigia, donde vive la ninfa Calipso, que se enamorará de ti como una loca.

Odiseo.—¡Otra insaciable! ¿Es guapa? ¿Es atractiva?

Tiresias.—Mientras está callada, sí. En cuanto abre la boca se esfuma su encanto. Irás luego al país de los feacios, donde su rey, Alcínoo, te invitará a merendar.

Odiseo.—Voy a tener que apuntar todo esto, porque se me va a olvidar.

Tiresias.—Alcínoo te prestará una nave para que vayas por fin a Ítaca. Por cierto, tendrás que dejarle un depósito, por si al navegar se producen desperfectos. Veo con mis poderes adivinatorios que nunca recuperarás esa cantidad.

Odiseo.—¿Qué más?

Tiresias.—Los dioses te harán otras mil perrerías y te mandarán vientos contrarios, por lo que darás unas cuantas vueltas antes de llegar a tu isla.

Odiseo.—¿Y eso es todo?

Tiresias.—¿Te parece poco? Lo que sí te aconsejo es que te des toda la prisa que puedas. (Hace una pausa.) Aunque, pensándolo bien, da un poco igual..

Odiseo.—¿Por qué dices eso?

Tiresias.—No, por nada.

Odiseo.—¡Habla!

Tiresias.—Porque Penélope...

Odiseo.—¿Qué pasa con ella?

Tiresias.—Está rodeada de pretendientes. (Pausa.) Algunos de ellos son muy guapos.

Odiseo.—¡Qué me dices!

Tiresias.—La acosan, la asedian. Quieren conseguir sus favores.

Odiseo.—¿Y ella?

Tiresias.—¿De verdad quieres saber todo el futuro?

Odiseo.—¡Me haces desesperar, oh, viejo! ¡Cuéntamelo todo!

Tiresias.—Déjalo. No merece la pena...

Odiseo.—¡¡¡Cuéntamelo!!!

Tiresias.—Penélope accederá y, creyéndote ya fiambre, pondrá sus encantos a disposición de sus pretendientes.

Odiseo.—¿Cuántos son?

Tiresias.—Cincuenta y nueve.

Odiseo.—¡Maldición!

Tiresias.—Pero no todos la gozarán.

Odiseo.—¿Ah, no?

Tiresias.—No. Varios de entre ellos no deshonrarán tu lecho.

Odiseo.—¿Cuántos?

Tiresias.—Dos. En realidad, uno de ellos prefiere a los efebos y el otro estará enfermo con paperas.

Odiseo.—¿Y todo eso ocurrirá antes de que yo consiga llegar?

Tiresias.—Inexorablemente.

Odiseo.—¿Estás seguro?

Tiresias.—Mi visión profética no ha fallado jamás. (Odiseo coge a Tiresias por la barba, saca un puñal extralargo y se lo clava repetidas veces en el hígado.) ¡Agggggg! (Tiresias se muere sin perder un minuto.)

Odiseo.—¿A que esto no lo habías adivinado?

 

 

No hay comentarios: