La «tournée» de Dios

 


 

Cuento La «tournée» de Dios,

de Enrique Jardiel Poncela.

Y, pese a su extraño título,

esta famosa novela

no es ni pizca irreverente

ni mucho menos atea,

porque no se burla de

la Divina Providencia,

tan solo le pega un palo

¡a la humanidad entera!,

esa panda de gentuza

asquerosa, vil, abyecta

y que es más mala que un cáncer

de piel o un dolor de muelas.

 

La cosa va de que Dios

piensa bajar a la tierra

sin un propósito fijo:

solo por dar una vuelta.

Se aparece en sueños cuando

el papa duerme la siesta

y le anuncia que vendrá

como hombre y que su meta

será España, que es allí

donde más se le venera,

porque le traten con mimo,

le hagan la visita entera

y en su honor, como a un político,

den banquetes y hagan fiestas.

 

Todos ríen del anuncio,

se arma una tremenda juerga

y a mansalva se hacen chistes,

porque no hay quien se lo crea.

El papa está consternado.

«¡La gente está majareta!

¡No me hacen caso, Señor!

¿Qué puedo hacer yo?». «Tú espera»,

dice Dios. «Este domingo

derrumbaré las iglesias

del mundo y, al día siguiente,

las reconstruiré completas».

 

Dicho y hecho. Este milagro

convence a todo el planeta.

La humanidad se convierte

al cristianismo y espera

a la fecha en que Dios Padre

deje el cielo y aparezca

en ese cuerpo celeste,

tercero en ese sistema

solar que está en la Vía Láctea,

según se entra, a la derecha.

 

(No solo rompe los templos

como exhibición de fuerza.

También derriba la torre

de Pisa; pero hay problemas,

porque, al volver a erigirla,

le sale recta y perfecta,

y el ministerio italiano

de Turismo tiene quejas,

porque si no está inclinada,

nadie va a venir a verla.)

 

Los humanos se preparan

para la visita esa

y se crea un comité

que come, merienda y cena

con coste al erario público

en tanto que hace propuestas

de cómo habrá que tratar al

Altísimo cuando venga,

qué se le da de comer,

qué museos se le enseñan,

en qué hotel hay que alojarle,

a quién concederá audiencias

y también qué preguntarle,

pues hay cuestiones eternas

que no se han resuelto nunca

e interesan sus respuestas.

 

En el día señalado

millones de seres llenan

el lugar de su venida,

el campo y la carretera.

En el cerro de Los Ángeles

un día, a las once y media,

aparece un viejecito

de barba blanca y melena.

Es Dios. La masa de gente

se vuelve loca e histérica,

se lanza sobre Yaveh,

le rasga la vestimenta

(para llevarse un pedazo

de aquella divina tela)

y, sin más contemplaciones,

deja a Dios en camiseta.

Los guardias, para salvarle

del apretón que le espera,

se lo llevan en volandas

y sacan sus metralletas.

Disparan contra el gentío

para conseguir que pueda

salir de allí el Hacedor.

La escabechina es tremenda.

Meten a Dios en un va-

gón de tren y se lo llevan.

 

¡Qué horror y qué salvajada!

¡Cuánta gente herida o muerta!

«Suele suceder lo mismo

siempre que entro yo en escena»,

dice Dios. «Me he acostumbrado

a verlo, aunque es una pena».

 

En las primeras jornadas,

la expectación es tremenda.

Pero después de unos días

de protocolo y pamemas,

de visitas al Botánico

y al Zoológico a ver fieras,

de ir a El Escorial y a las

casas colgantes de Cuenca,

la gente —que, como es gente,

es odiosa y puñetera—

deja las celebraciones

y comienza a poner pegas

a la visita divina,

que para nada aprovecha.

¿Viene Dios y se limita

a inaugurar cuatro escuelas

presidir catorce misas

y comerse una paella?

 

Deciden que hay que exigirle

explicaciones concretas.

Quieren oír su opinión

sobre infinidad de temas.

Dios cede a regañadientes

y se anuncia con trompetas

que hará una arenga larguísima

en la plaza de Las Ventas.

 

Para aquel hito en la historia

la expectación es tremenda,

pues Dios dirá en su discurso

con quién está, a fin de cuentas.

¿Con los unos? ¿Con los otros?

¿Con la derecha o la izquierda?

¿Con los fieles, los infieles,

con esta o con la otra secta?

Dios comienza su discurso

de catorce horas y media,

pero no lo transcribimos,

que nos da mucha pereza.

Les haremos un resumen

para que el tiempo no pierdan.

 

Básicamente, el Divino

Hacedor dice a la peña

que nadie ha pillado el quid

de lo que ha dicho en diversas

forma. Nadie entiende a Dios.

Nadie obedece sus reglas.

La gente es mala, remala.

El bien brilla por su ausencia.

Las religiones no hacen

nada, solo mangonean

y hacen un pingüe negocio

vendiendo la vida eterna.

Los humanos son criaturas

inmorales y repletas

de horribles vicios. Sus almas

no valen ni una peseta.

Y Dios está arrepentido

de haberlos hecho en primera

instancia. «Fue un gran error.

¡Ojalá no los hubiera

creado nunca!». Estas palabras

tan críticas no le sientan

nada bien al «respetable»,

que lo que escucha no acepta.

 

Poco a poco se vacían

las gradas. La gente empieza

a desfilar, porque nadie

quiere la verdad sincera.

Así, cuando Dios acaba

de soltar su pataleta,

no queda nadie en el público

y la plaza está desierta.

 

Atacando a unos y a otros

Yaveh firma su sentencia

y, al no oír lo que querían,

unos y otros reniegan

de su Dios. «¡No puede ser!»,

dicen. «No pueden ser ciertas

todas las cosas que ha dicho.

¡Dios se ha vuelto majareta

no es Dios en absoluto!».

De esta manera se quejan

los humanos, que reaccionan

malamente y encadena.

 

Dios, después de una semana

y al ver que no se le presta

atención ni le hacen caso,

decide coger la puerta.

Se va al cerro de Los Ángeles

para volverse a su esfera

y nadie va a despedirle

ni a llevarle la maleta.

 

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