Francisco Martínez de la Rosa

 


 El teatro de este señor (1787-1862) es sorprendentemente vital e intenso; y decimos que es sorprendente porque el sobrenombre con el que se le conocía no auguraba eso, sino todo lo contrario. (Todos le llamaban en su época «Rosita la Pastelera», por la razón que ustedes se pueden imaginar). Sin embargo, sus dramas resultan satisfactorios si solo se espera de ellos romanticismo «de libro», con ruptura de las tontas reglas neoclásicas, héroes y heroínas pasionales, base histórica, búsqueda del interés a cualquier precio y su miaja de elementos terroríficos y sobrecogedores.

          A los que les sacan defectos a sus dramas habría que recordarles que Martínez de la Rosa fue ministro de Estado. Quizá fue malo en comparación con otros escritores, pero resulta excelente si consideramos cómo suelen escribir nuestros ministros. De hecho, por saber poner bien los acentos (lo que muy pocos españoles han conseguido desde tiempos de don Pelayo hasta nuestros días) se le nombró presidente de la Real Academia Española de la Lengua y de otras cuatro o cinco academias más, por lo menos.

          Mientras estuvo desterrado en Francia durante la Década Ominosa, se dedicó a aprender a hacer macarons y a escribir obras de teatro para matar el tiempo. De esta época es Abén Humeya o La rebelión de los moriscos (1830), que pasó sin pena ni gloria. En cambio, su pieza La conjuración de Venecia (1834) sí dio de comer a bastante gente del gremio, debido a su éxito. Se trataba de un drama histórico (pero esto ya lo hemos dicho antes), donde se tocaba la historia de un modo dramático (de otra forma no hubiera sido un drama histórico). (Es obvio que a nosotros nos pagan por palabras).

          Martínez de la Rosa innova ciertamente al escribir su obra en prosa en lugar de en verso, que era lo que se esperaba de cualquier dramaturgo que aspirarara seriamente a ese nombre. Pero Martínez tiene el problema de que no sabe versificar. Lo intenta: pero no le sale, con lo que se enfrenta a un dilema: o versifica (mal) y hace el ridículo o consigue cambiar la moda y que se acepte la prosa como lenguaje teatral. Opta por lo segundo y redacta sus dramas en prosa corrida sin mayores florituras, en un estilo bastante vulgar, a decir verdad.

          El tema es —¿cómo no?— la libertad, esa zanahoria colgada al final de un palo que impulsaba a los románticos a todo tipo de aventuras. Aunque no deja de hablarse de amor, porque las mujeres también iban al teatro y, por lo general, se interesaban poco en las rebeliones contra las tiranías.

          En la Venecia del siglo XIV manda un tirano cuyo nombre no recordamos, ni falta que hace. Hay un héroe llamado Morosini, aunque este no es su verdadero apellido: se le conoce así porque nunca paga a sus acreedores. Es el líder de los nobles que luchan contra el dictador y que conspiran todo el rato con sus máscaras de rigor, sus reuniones clandestinas con santo y seña y todos esos detalles imprescindibles en cualquier sociedad secreta. Luego aparece Rugiero, jefe de la conspiración, que tiene amores con Laura (todas las heroínas venecianas se llaman Laura desde que se recuerda: esto es algo inexorable).

          En la obra hay secretos, tumbas, lirismos, patetismo a espuertas, piratas, ejecuciones, padres perdidos, matrimonios secretos, parlamentos a la luz de las antorchas, maldiciones, tribunales de justicia, criados jorobados y todos los elementos del repertorio romántico. Se ve que Martínez de la Rosa hizo los deberes y, tras confeccionar una lista con todo lo que no podía faltar en una obra de ese tipo, lo fue incluyendo de manera metódica y sistemática, para que no se le olvidara nada. El resultado de leer este drama es satisfactorio, si no tienes otra cosa mejor que hacer.

La obra acaba mal, lo cual también era obligatorio. Tiene sus momentos y sus golpes de efecto. Laura, la protagonista, es la que se da algunos de estos golpes al desmayarse repetidamente en varias escenas. No detallamos el argumento para que no se les quiten a ustedes las enormes ganas de ver esta obra que de seguro les habrá provocado la lectura de este escrito dedicado a La Rosa.

          Para escribir esta pieza con conocimiento de causa de lugar y época, parece ser que el autor se estuvo documentando durante siete años bisiestos. Así llegó a conocer bien el siglo XIV, por lo que resulta todavía más extraño y curioso que un personaje de aquella época mencione en uno de sus diálogos que tiene prisa por irse, porque ha de poner un telegrama urgente.



[1] No se extrañen de que nos repitamos tanto: a nosotros nos pagan por palabras.

 

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