Kalidasa (siglo V d. C.)
La historia que ahora les cuento
en estas preciosas páginas
(ya que si yo no me alabo,
no habrá nadie que lo haga)
es una comedia india
que no sucede en Nebraska,
Utah, Ohio ni Arizona,
sino en la selva indostana,
que los indios de verdad
son, señores, los de Asia,
no esos sioux o comanches,
pieles rojas o encarnadas,
seminolas o cheyenes
que se ponen plumas varias
de gallina en la cabeza
cuando van a una batalla,
que fuman cientos de pipas
de la paz y entierran hachas
de guerra en la mayoría
de «pelis» americanas
cuando los blancos les es-
cabechinan a mansalva,
dan a todos para el pelo
y les zurran la banana.
La protagonista es
Shakúntala o Shakuntala
o Shakuntalá, no sé
si es una palabra llana,
aguda, esdrújula o qué.
La acción acaece, pasa,
tiene lugar y transcurre,
sucede y está ambientada
en un reino de la India
hace un montón de «decadas»
o décadas (sin quererlo,
los acentos se me bailan).
La fuente (seca) es la e-
popeya del Mahabhárata,
adaptada como pie-
za teatral por Kalidasa,
y gustó en Europa. Goethe
dijo que era una pasada
y se hicieron mil versiones,
unas breves y otras amplias.
La que les ofrezco hoy
es de longitud escasa,
porque la leyenda entera
ocupa un montón de planas
y me da mucha pereza,
pues la mano se me cansa.
Shakúntala es una chica
joven, casadera y guapa,
maciza cual si estuviera
hecha en mármol de Carrara,
con redondeces de libro
y proporciones humanas
fídicas[1] o praxitélicas,
que vive en una cabaña
en medio de un bosque con
el anciano asceta Kanva,
que su biológico padre
fue y la dejó abandonada
porque era un tal y era un cual,
y sucedió... pero ¡basta!
No voy a contar aquí
prolegómenos ni nada
previo, que si no, la historia
se extiende y se hace más larga
que un día sin pan. Pues resulta
que un rey salió un día de caza
(que en palacio se aburría
de manera soberana).
Yendo tras un ciervo que co-
rría que se las pelaba,
llegó al bosque en que tenía
Shakúntala su morada
en un momento oportuno:
cuando ella se bañaba
desnuda (pues no resulta
práctico bañarse en bata),
para quitarse la roña
que tenía acumulada.
Todas las cosas que vio
gustaron mucho a Dushyanta
—que éste es el nombre de pila
de nuestro héroe, el monarca—,
quien pensó que se podía
desposar con la muchacha
y gozar de su belleza,
siguiendo la norma tácita
de que cuando pasan rábanos
hay que comprarlos sin falta.
Así es que fue y se casó
en menos que un gallo canta
y ambos fueron muy felices
durante una o dos semanas
pelando esa cosa que
pelan los novios: la pava
(ella no comió perdices
porque era vegetariana).
El rey tuvo que marcharse
(que en la corte le esperaba
para que echase unas firmas
el ministro de Finanzas),
pero prometió volver
con su séquito y real panda
a recoger a la esposa
para al palacio llevarla,
ponerla en manos de un sastre
que le hiciera ropa maja
y darle todos los lujos,
como a esposa bien amada.
Lo malo es que el rey tenía
una memoria muy mala
y, en cuanto que volvió al reino,
con la rutina diaria
y las neuralgias que da
el gobernar a las masas,
sufrió un ataque tremendo
de amnesia desmemoriada
y fue y se olvidó de ella
(que estaba, además, preñada).
Pueden figurarse ustedes
lo tremendo de este drama,
que incluso a los más machotes
les hace soltar las lágrimas.
Como pasaron los meses
sin carta ni telegrama,
Shakúntala empezó a estar
un poquito mosqueada
y decidió ir de visita
al palacio de Dushyanta
para darle una paliza
merecida, una somanta
al monarca olvidadizo.
Así es que se puso en marcha:
cogió maletas, mochila,
la cantimplora y un mapa
y fue hacia la capital
que estaba a mucha distancia.
Llegó cerca de un riachuelo
que tenía agua mojada
y, cruzándolo, Shakúntala
quiso atrapar a una rana
y entonces su anillo de
bodas cayó en una charca.
Soltó ella una palabrota
(pues era muy malhablada)
lamentándose del hecho
de tener tan mala pata.
Resumiendo, que es gerundio:
pidió una audiencia privada
al rey nada más llegar
a la corte soberana.
El rey la vio y como entonces
no se acordaba de nada,
dijo: «¿Quién es esta prójima
que viene a darme la lata
diciendo que soy su esposo?
¡Esta tipa está chalada!
Yo no me he casado nunca,
que yo recuerde. Lleváosla
de aquí pronto y despedid-
la con cajas destempladas».
Hay que advertir al lector
de que toda esta maraña
tiene su razón de ser,
porque una buena mañana
había llegado al bosque
un santo asceta, Durvasa,
(que andaba el pobre hecho migas
tras cruzar los Himalayas
y estaba hambriento y sediento)
y Shakúntala (que estaba
distraída con Whatsapp)
no le había dado ni agua.
El santo se había cogido
un cabreo por la falta
de respeto y decidió
hacer que se la olvidará
como castigo, de forma
que la maldijo con ganas
y prosiguió su camino.
¿A dónde se fue? A hacer gárgaras.
¡Ánimo! Tenga paciencia
el lector, que ya se acaba
esta leyenda famosa;
la termino en dos patadas.
Shakúntala se marchó
a vivir a otra comarca.
Tuvo un hijo. Le contó
que su padre era un pelanas
de rey, que la abandonó
por ser de memoria flaca.
Y si algún día por azar
el chico se lo encontraba,
debería organizar
una cumplida venganza.
Entretanto, un pescador
pescó una trucha. Al guisarla
encontró dentro la joya
(que era preciosa y muy cara)
y la llevó a la ciudad
con intención de empeñarla,
porque comerse un anillo
no era una idea acertada.
Dushyanta supo del caso
e hizo traer en volandas
al súbdito a su presencia,
y en cuanto echó una ojeada
al anillo, recordó
la boda y la cuchipanda,
el banquete y los discursos,
la noche de bodas y hasta
otras memorias muy íntimas
que no son para contarlas.
Buscó a su esposa en la selva
y halló a un chavalín que estaba
jugando con un león
y con una osadía bárbara
le abría las fauces al bicho
y con cuidado contaba
cuántos dientes había allí
(que el chico tenía una clara
vocación de ser dentista
de mayor). El rey Dushyanta
comprendió que era su hijo
(no sabemos por qué causa
lo comprendió, mas lo hizo)
y le abrazó con gran ansia.
«¡Hijo mío!», dijo el pavo.
«¡Eres bravo y estás cachas!
¡Cuánto me alegro de verte!
¿Dónde está tu madre? ¡Habla!»
Pero antes de contestarle
y finalizar la trama,
el chaval, cogiendo impulso,
le dio tan gran bofetada,
un guantazo tan sonoro,
tan impactante castaña,
tan violento soplamocos,
una torta tan bien dada
que se escuchó en la Argentina,
en el Vietnam y en Sudáfrica,
en China y en los países
de la antigua Yugoslavia.
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