El don de Afrodita

 

Acto primero

 

          La acción, en aquellos días de la Edad de Oro en que los dioses caminaban sobre la tierra para beneficio de los fabricantes de zapatos y alpargatas. El interior de una casa griega, porque estamos en Grecia y sería muy difícil que la casa fuera de otro sitio. Una gata reza piadosamente ante una estatua de Afrodita.

 

          La gata.—¡Oh, Afrodita! Tú eres la suprema diosa del amor. Ninguna otra te supera. A tu lado, la Turan de los etruscos y la Astarté de los fenicios no son sino unas comadres gordas y menopaúsicas, sin el más mínimo atractivo. A ti elevo mis suplicas, ¡oh, espumosa diosa!, pues solo tú puedes aliviar el mal de amores que ha sacudido mi gático ser. ¡Compadécete de mí y haz acto de presencia, para concederme un don! ¡Te lo suplico!

          (La estatua cobra vida y aparece en escena la propia Afrodita, vestida con... con..., bueno, con la piel y nada más.)

          Afrodita.—(Sin ver a la gata.) ¡Aquí estoy! ¿Quién me ha invocado?

          La gata.—(Muy contenta.) He sido yo, gran deidad.

          Afrodita.—(Dándose cuenta y un tanto desilusionada.) ¿Tú? Yo creí que era alguien de más enjundia. Últimamente no me invoca nadie y, cuando alguien va y lo hace finalmente, resulta que es una mísera gata.

          La gata.—¡Soy una gran devota tuya!

          Afrodita.—(Aparte.) ¡A lo que has llegado, Afri! ¡Te queda solo una admiradora y es rabona y de cuatro patas! (Alto.) Hace tiempo que los hombres me tienen olvidada, pese a lo buena que estoy, y ya nadie me adora ni siquiera requiere mis servicios para un milagrito o dos.

          La gata.—Yo lo hago, gran señora.

          Afrodita.—Tendré que resignarme con lo que hay.

          La gata.—(Sorprendida.) ¿Dices que ya no te veneran?

          Afrodita.—Muy poco, créeme.

          La gata.—¿Y la razón?

          Afrodita.—Es el materialismo reinante. Los filósofos presocráticos van contando por ahí una sarta de imbecilidades sobre la formación del universo y los elementos que lo integran, y los dioses hemos perdido todos mucho predicamento. Pero no tengo ganas de hablar de esto; me pone de muy mal humor. Vamos al grano. Como ya sabes que soy muy generosa, pide por esa boca.

          La gata.—Pues bien, gran Afrodita: tengo el ardiente deseo de convertirme en mujer.

          Afrodita.—Les pasa a muchos. A muchos humanos, me refiero. En mininos es más raro. Explícate.

          La gata.—Verás: yo soy la gata oficial de esta casa y aquí vive el hijo del dueño, Pilotas, que es un joven hercúleo.

          Afrodita.—¿Cómo que hercúleo? ¿Qué es eso?

          La gata.—Hercúleo. De Hércules

          Afrodita.—No entiendo. ¿Quién es Hércules?

          La gata.—Quiero decir herácleo. De Heracles. Fortachón, vamos, y con amplias espaldas. Hércules es el nombre que darán a Heracles en Roma dentro de unos siglos.

          Afrodita.—¡Ah! ¡Ya caigo! Como lo habías dicho en latín, no te entendía. Prosigue.

          La gata.—Pues es bien sencillo: Pilotas me gusta.

          Afrodita.—¡Mira tú!

          La gata.—Comprenderás que, siendo yo gata, no me va a hacer caso; todo lo más que hará será rascarme el lomo. Y eso es un sucedáneo de contacto físico bastante poco satisfactorio.

          Afrodita.—¡Ya!

          La gata.—Así es que quiero adoptar forma humana, para ver si hay tema.

          Afrodita.—¿Y no has pensado en poner tu mirada y tus objetivos delectatorios en un animal de tu especie?

          La gata.—¿Es que tú no sabes lo mal que huelen los gatos callejeros? Y gatos de buena casa por aquí no los hay; y los que hay, se entienden entre ellos.

          Afrodita.—Es el mal del siglo. Continúa.

          La gata.—No hay más que decir. Hazme mujer y te estaré eternamente agradecida.

          Afrodita.—Eternamente no, porque los gatos no soléis vivir arriba de veinte años.

          La gata.—Pero seré mujer.

          Afrodita.—Arriba de sesenta, entonces.

          La gata.—Bueno: seré mientras dure tu más ferviente adoradora.

          Afrodita.—(Dubitativa.) No sé, no sé...

          La gata.—Me acabas de decir que no eres hoy en día la más popular del instituto. Y si cuento por ahí que te pedí un don y no me lo quisiste conceder... no, mejor aún: que no me lo pudiste conceder, tu club de fans se reducirá más aún, ¿no crees?.

          Afrodita.—(Aparte.) Ahí me ha pillado.

          La gata.—¿Qué me dices?

          Afrodita.—Te concedo el don. Nadie podrá decir nunca que la hija de mi padre Zeus no tiene poder para hacer hembras cuando le plaza. Por cierto, ¿por qué me has llamado antes ‘espumosa diosa’?

          La gata.—Porque surgiste de la espuma del mar, ¿no es así?

          Afrodita.—¡Oh, no! Eso son trolas de Homero, que se inventa lo que quiere. Mi madre, la titanesa Dione, me tuvo en casa, como era la tradición, de la manera más habitual.

          La gata.—Bueno es saberlo. Pero, en fin: ¿me transformas o no?

          Afrodita.—¿Y cómo quieres ser?

          La gata.—Pues pelirroja, que creo que es como le gustan a Pilotas. ¿Y con mucho de aquí y de aquí?

          (Señala sus preferencias modélicas.)

          Afrodita.—Bueno, ¡sea!

          (La gata se transforma en una pelirroja de muy buen ver.)

          La gata.—(Contemplándose, admirada.) ¡Toma ya! Has hecho un excelente trabajo, ¡oh, diosa!, y te estoy muy reconocida.

          Afrodita.—Pues yo no te reconozco. Has quedado cambiadísima. ¿El cuerpo está a tu gusto?

          La gata.—Cien por cien. ¡Gracias de nuevo!

          Afrodita.—Nada. A mandar. (Aparte.) ¡Qué cosas nos toca hacer a los dioses para mantener nuestro prestigio con toda esta gentuza de la Tierra!

 

TELÓN

 

Acto segundo

 

          Una alcoba —griega también— en la misma casa. Sobre el lecho, la gata-mujer y Pilotas, que es un joven con menos luces que el sótano de la casa de un topo. Ambos están como vinieron al mundo, aunque más limpios de lo que estuvieron en ese momento, en el que aparecieron bastante pringosos. Bueno, queremos decir que están sin ropa. Es su noche de bodas.

         

          La gata.—¡Cómo voy a disfrutar de nuestra noche de bodas!

          Pilotas.—No hace falta que lo digas, querida mía, porque ese dato se ha mencionado en la acotación y el lector ya está enterado de ello.

          La gata.—Es verdad. Pero, ¡cómo te amo! Eso no está en la acotación.

          Pilotas.—No. Pero apuesto a que ya lo has mencionado en el acto anterior. Dime algo que no sepa.

          La gata.—¡Que te amo con amor muy intenso y que desearía arañarte todo el cuerpo!

          Pilotas.—(Asustado.) ¿Qué dices? ¿Que me arañarías?

          La gata.—Que desearía acariciarte todo el cuerpo, quiero decir.

          Pilotas.—¡Ah, vamos!

          La gata.—¡Anda: vamos a repetir lo de antes, que me ha gustado!

          Pilotas.—Si quieres...

          (Mientras nuestros protagonistas se van a la cama y coitan —se dedican al coito, queremos decir—, desnuda como siempre, aparece Afrodita por una esquina, pero aparece desaparecida, es decir: invisible a los ojos de los otros dos.)

          Afrodita.—(Aparte.) Me aburro y tengo curiosidad por ver en qué acaba toda esta historia.

          La gata.—¡Aaaah!

          Pilotas.—¡Aaaah también!

          (No especificamos a qué se deben estas exclamaciones, por si algún menor de edad está leyendo esto.)     

          La gata.—¡Me ha gustado! ¡Hagámoslo de nuevo!

          Pilotas.—¡Como tú quieras!

          La gata.—Ahora yo arriba.

          Pilotas.—¡Por mí... perfecto!

          (Empiezan de nuevo a hacer eso que no decimos que están haciendo, aunque lo hacen.)

          Afrodita.—(Aparte.) Me voy a divertir. Usaré mis poderes divinos para comprobar cómo es de fuerte el amor humano.

          (Afrodita extiende sus manos y de la nada aparece un ratón, que se dirige a Afrodita, sin que la gata ni Pilotas les oigan.)

          El ratón.—¿Cómo he llegado hasta aquí?

          Afrodita.—Has surgido a mi conjuro.

          El ratón.—¿Y para qué?

          Afrodita.—Has venido a servir de cebo.

          El ratón.—¿De cebo yo? ¿Y eso?

          Afrodita.—Es para una comprobación que deseo hacer. Quiero ver si la gata te caza.

          El ratón.—¿Qué gata?

          Afrodita.—La gata.

          El ratón.—Yo no veo ninguna gata.

          Afrodita.—Hay una gata, créeme.

          El ratón.—¿Y si me come?

          Afrodita.—Yo te volveré a la vida.

          El ratón.—¿Qué? ¿Estás segura de que puedes hacer eso?

          Afrodita.—Por supuesto. Soy la diosa Afrodita.

          El ratón.—Eso ya lo veo: no hay otra diosa tan descocada como tú. Pero ¿puedes resucitar ratones muertos?

          Afrodita.—¡Desde luego!

          El ratón.—¿Cuándo fue la última vez que resucitaste alguno?

          Afrodita.—Bueno... er... anteayer, sin ir más lejos. Pero no te preocupes. Ten confianza en mí.

          El ratón.—No me queda otra. Pero no te olvides de volverme a la vida, ¿eh?

          Afrodita.—Descuida.

          El ratón.—¿Y qué ruido quieres que haga?

          Afrodita.—El ruido que sea que hagáis los ratones. ¿Qué hacéis? No ladráis ni mugís. ¿Cómo se llama vuestro ruido?

          El ratón.—Es que no se llama de ninguna manera, que yo sepa.

          Afrodita.—Se tendrá que llamar algo.

          El ratón.—Chillido, supongo; pero no estoy seguro.

          Afrodita.—Bueno, como sea; tú hazlo.

          El ratón.—(Chillando.) ¡Chiiiiiiiii! ¡Chiiiiiiiii!

          (La gata interrumpe lo que está haciendo, para descontento y frustración de Pilotas.)

          La gata.—¿Has oído?

          Pilotas.—¿Qué? ¿Yo no he oído nada. Sigue.

          La gata.—¡Hay un ratón aquí!

          Pilotas.—Ya se irá. Tu sigue, no te detengas, morronguita.

          La gata.—Un ratón muy gordo.

          El ratón.—(Aparte.) ¡Yo no estoy gordo!

          La gata.—Hay un ratón muy gordo en esta habitación.

          Pilotas.—¡¿Y a mí qué me importa?! Continúa con lo que estabas haciendo, ¡por Zeus!

          La gata.—¡Tengo que matarlo!

          Pilotas.—¿Y tiene que ser en este preciso momento?

          La gata.—¡Sí!

          Pilotas.—Ya le pondremos veneno luego en algún rincón, pero no te detengas ahora, ¡por todos los dioses!

          El ratón.—(Aparte a Afrodita.) ¿Has oído? ¡Me pondrán veneno!

          Afrodita.—(Aparte, al ratón.) Bueno: tú no te lo comas y ya está.

          La gata.—¡No aguanto a los ratones!

          Pilotas.—¡Y dale con los ratones! Esto que estamos haciendo es mucho más importante que todos los ratones. ¡No te pares, por tu madre te lo pido!

          La gata.—No puedo resistirme. He de matar a este ratón ahora mismo.

          (Abandona el lecho y a Pilotas y se abalanza sobre el ratón.)

          Pilotas.—(Muy frustrado.) ¡Mira cómo me has dejado!

          Afrodita.—(Atrapando al ratón.) ¡Te pillé!

          El ratón.—¡Socorro, Afrodita!

          Pilotas.—¿Pero qué haces?

          La gata.—Comerme este ratón.

          (La gata se lo zampa de un bocado.)

          Pilotas.—¡Pero estás loca!

          La gata.—(Relamiéndose.) ¡Hum, qué rico!

          Pilotas.—¡Ay, que me entra la angustia!

          (Pilotas sale corriendo para no vomitar en escena, porque eso no se hace y no le gustaría al público, sobre todo al de la primera fila.)

          La gata.—¡Qué a gusto me he quedado!

          Afrodita.—(Aparte.) ¡Ya lo sabía yo! Por mucho que quieran, los humanos no pueden cambiar su naturaleza.

          (Afrodita se va tan satisfecha con su experimento, olvidándose de devolver la vida al ratón, como nos estábamos imaginando que pasaría.)

 


No hay comentarios: