El callejón del gato

 

 


          En esta historia no hay gato: lo advertimos desde el principio para que nadie se lleve a engaño.

          Esto es lo que se cuenta sobre el madrileño y famoso «callejón del gato», donde Ramón María del Valle-Inclán y otras hierbas (hierbajos, más bien, por su mal talante) ambientó su gran obra Luces de bohemia. Allí era donde los personajes de Max Estrella y don Latino pasaban su borrachera.

          Concatenaremos acontecimientos, unos más absurdos que otros.

          En primer lugar nos remontamos hasta el año 1085, en el que el rey Alfonso VI de Castilla conquistó Toledo para hacerse con sus mazapanes, que le gustaban mucho. En algún momento después de este hecho tomó también la ciudad de Magerit, aunque sin mucho entusiasmo, porque los bocadillos de gallinejas y entresijos que parecen ser lo típico de la ciudad matritense durante sus fiestas no le entusiasmaban tanto.

          Como fuere, el caso es que la historia cuenta (y miente, como casi siempre) que un soldado arrojado trepó por la muralla cual gato y no se sabe muy bien qué pudo hacer él solo una vez que estuvo arriba (parece ser que cambió el estandarte musulmán por el cristiano antes de que los defensores de la ciudad lo matasen y volviesen a poner su propia bandera en su lugar). Pero por ello se le dio el apelativo de ‘gato’ a sus descendientes ya para todos los siglos venideros.

          Uno de ellos (de los descendientes, no de los siglos venideros), fue ayuda de cámara de doña Isabel «la Católica» y no sabemos si la ayudaba a desvestirse o si simplemente se dedicaba a correr y descorrer las cortinas del aposento de la reina y a llevarse el orinal. Este gentilhombre de cámara (del que, pese a ser de cámara, no se conserva nada más que una foto muy movida) se llamaba Juan Álvarez Gato, en memoria de su antepasado el trepa.

          En sus ratos libres, Álvarez componía poesía. Algún cursi compañero de letras suyo dijo de él que «fablaba perlas». Nosotros le hemos echado valor a la cosa atreviéndonos a leer sus composiciones y podemos asegurarles que no es para tanto. Vean, si no, una de ellas:

 

Vos mayor en hermosura,

yo el mayor enamorado;

vos mayor en el estado,

yo mayor en la tristura.

 

          (En vez de ‘tristeza’, pone ‘tristura’, para que la cosa rime de alguna manera. La otra opción que barajó fue hacer rimar ‘tristeza’ con ‘hermoseza’, pero al final desechó esta posibilidad. Como se ve, todos aquellos que ignoraban la existencia de este poeta no se habían perdido gran cosa.)

          Pues parece ser que lo de que la calle se llamara de Álvarez Gato no fue sino una coincidencia, porque la relación real consistía en que en aquel preciso lugar de Madrid existió, tiempo ha, un coto de caza donde alguien atrapó en su momento un gato montés.

          No se sabe cómo (porque los historiadores realmente no saben nada o casi nada con certeza: se lo tienen que ir inventando todo sobre la marcha), el cardenal Cisneros (de infausta memoria, pues mandó quemar miles de valiosísimos manuscritos árabes de la madrasa de Granada) se hizo con la piel de aquel gato y encargó que le fabricasen con ella unas botas, tomando como modelo unas muy cucas que había tenido en su día el emperador Carlomagno y que se ponía siempre que iba a retratarse. La historia de España es así de absurda.

          Pero cuando el purpurado se las calzó una tarde que salió de excursión a la sierra, le hicieron mucho daño en los juanetes y sufrió un horror, por lo que decidió regalárselas a alguien. Acabaron como un obsequio para Gonzalo Fernández de Córdoba, «el Gran Capitán», por su cumpleaños, que caía en esa misma semana.

          El caso es que las botas aquellas olían con gran intensidad, porque el gatomontesino animal debía de haber sido muy machote, y las mininas seguían a don Gonzalo allí donde iba, lo cual actuaba en detrimento de su prestigio ciudadano. No solo eso, sino que cuando se las quitaba por las noches y las dejaba a los pies de su cama, entraban por la ventana gatos celosos para orinarse en ellas, por alguna de esas costumbres animales que afortunadamente los humanos no tenemos.

          El de Córdoba se hartó de aquello y acabó regalándole las botas de piel gatuna a uno de sus criados. Cuando Cisneros se enteró de esto, se molestó mucho por el desaire que eso significaba y ya nunca le regaló nada más al otro en ningún cumpleaños. De hecho, ni siquiera le volvió a mandar ni un christmas por Navidad y eso que hacía muchos y muy bonitos, dibujando unas bonitas estrellas con goma arábiga y echándoles luego purpurina por encima.

          Pues bien: en aquel lugar donde se cazó al gato está la calle del Álvarez mencionado y allí hubo dos espejos —uno cóncavo y otro convexo— en el que la gente acudía a mirarse y a reírse de sí misma, sanísima costumbre que hemos perdido.

          El «callejón de gato» pasó así a ser uno de los lugares más emblemáticos de la corte y villa de Madrid. En el preciso lugar donde estuvieron los históricos espejos (que acabaron siendo víctimas de ese vandalismo descontrolado al que algunos se empeñan en llamar «la movida madrileña» y a asegurar que es una manifestación cultural), se encuentra ahora la taberna La Tía Cebolla.

Se preguntarán ustedes qué tiene que ver todo esto que les hemos contado aquí con los gatos de verdad, que son el verdadero tema de este libro. Nosotros también nos lo preguntamos.

 


No hay comentarios: