Balto y Togo: la leyenda chapucera

 


          En este suceso —y como es muy habitual, por otra parte— los medios de comunicación se metieron por medio y erraron de medio a medio, dando el crédito de una hazaña a la persona equivocada (al perro, en este caso).

          Balto fue un perro de trineo que se hizo famoso por haber encabezado una expedición salvadora. Le hicieron una estatua, le dieron la llave de la ciudad de Los Ángeles (en forma de hueso) —aunque, como se verá enseguida, tenían que haber ido a otro perro con ese hueso— y hasta rodaron una película con él y le llevaron de gira para que la gente le aplaudiese en todos los estados de los Estadios Unidos.

          Pero él, en aquel viaje, no hizo más que llegar: quien dirigió a los otros perros (y a los humanos) durante el trayecto fue otro perro distinto.

          Lo contaremos.

          Como en una mala imitación de un libro de Jack London, se dieron en la vida real circunstancias de esas que solo pasan en las novelas.

          Año de 1925. Una aldea, Nome de nombre, en un extremo perdido de Alaska, más cerca de Siberia que de ningún sitio americano. Una temperatura de –40º con una sensación térmica de –65º. Una epidemia de difteria mortal sin antitoxina a la vista en cientos de kilómetros a la redonda (ni a la cuadrada ni a ninguna otra forma geométrica).

          Ahora bien: en Anchorage hay suero salvador, pero ¿cómo transportarlo? Por barco, no, porque el mar está helado. Por avión, tampoco, porque una gran tormenta lo impide. Por tren, menos todavía, porque no hay tren (y si lo hubiera habido, no habría tenido una estación donde parar). En el coche de San Fernando, ni hablar, porque se habría tardado mucho.

          La solución era hacer el trayecto en trineo de perros, con un sistema de relevos en el que intervendrían veinte señores y ciento cincuenta señores perros (no eran los perros menos dignos de respeto). A aquello lo llamaron «Serum Run» [Carrera del suero] y también «Great Race of Mercy» [Gran carrera de la misericordia], porque entre los periodistas los había muy cursis. Se trataba de recorrer la friolera —y nunca mejor dicho— de más de mil kilómetros sobre la nieve.

          El verdadero perro líder y sacador-de-castañas-del-fuego no fue Balto, sino Togo, llamado así en honor de un almirante japonés al que ahora se le recuerda como el que le copió el nombre al perro. Togo tenía el pelo negro, marrón y gris, por lo que siempre parecía cochambroso (lo que hizo que le bañarán en su vida muchas más veces de las habituales, pues parecía que lo necesitaba de veras). Pero, aparte de su aspecto, estaba estupendamente entrenado, como luego demostró.

          Fue heroico, resistente y hábil, pues supo encontrar el camino mientras el guía humano no podía ver nada, debido al viento de cara y al reflejo deslumbrador de la nieve (y debido también a los muchos lingotazos de aguardiente esquimal que se había tomado para entonarse y pasar menos frío).

          Togo, con sus doce años cumplidos —el equivalente humano, ¡agárrate!, de tener setenta— condujo a sus perros durante 420 kilómetros de mil metros cada uno. Allí, el equipo de Balto tomó el relevo e hizo 50 kilómetros de nada, entrando triunfante en Nome... no me acuerdo en qué día, y usurpando la gloria y las portadas de los periódicos.

          Prácticamente no se habló de Togo, de los otros perros ni de los muertos durante el viaje: siete hombres blancos y muchos nativos alaskeños que nadie se molestó en contar.

          En la actualidad, se ha reivindicado la figura de Togo en una película, pero no faltan páginas de Internet (escritas por esos cretinos que cortan y pegan sin analizar sus fuentes) en las que podemos leer que Togo y Balto son el mismo perro, que en mitad de aquel peligroso y durísimo viaje tuvo el capricho de cambiarse de nombre.


 





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