Alfonso Sastre

 


 

          Uno de los escritores más raros que tenemos nuestros tiempos es Sastre, al que algunos comentaristas han llamado «escritor de urgencia», sin que sepamos muy bien a qué se referían con esta denominación y si pretendían decir que era el autor al que tenían que acudir las empresas que se encontraban de pronto sin obra que estrenar o que, si le leías, acababas en urgencias.

          Es un autor de teatro experimental y combativo (esto queda mejor) y el que junto con Buero Vallejo ha tenido el valor de escribir tragedias en estos tiempos que corren, entendiendo por tragedias aquellas obras en las que el protagonista acaba de muy mala manera.

Sastre es un escritor político ante todo, pero lo bastante cuco para no caer en lo panfletario. Por un lado, aboga por las revoluciones y por la causa de los humillados y los ofendidos. Y, por otra, no se sabe muy bien por dónde va y sus obras pueden interpretarse en clave marxista, anarquista y varios «istas» más, lo que no le ha proporcionado las simpatías de nadie. Esto ha hecho que sea un autor al que hay que leer, porque sus obras se representan poquísimo y hay escasa ocasión de ver a sus personajes erguidos en dos patas.

          Este autor define el teatro como un arte social, lo cual no está nada mal para empezar, pues las comedias, aunque sean sociales, tienen también obligatoriamente que ser arte y no churros dialogados. Para él, el drama es un elemento de agitación y, si se lo permitieran, en las butacas de los teatros pondría chinchetas para que el público se las clavase y se sintiera incómodo.

          ¿Cómo conseguir que el público lo pase mal y reflexione sobre los problemas eternos? Es bien fácil: con el realismo. Basta describir medianamente bien lo asquerosos que somos los seres humanos en nuestro comportamiento para que el espectador sienta la vacuidad de la existencia y el horror del mundo. Sí: el objeto de Sastre es inquietar, alarmar, preocupar, desasosegar y hacer pasar un mal rato. Claro, que a estos objetivos le sigue el de que el público piense. Sastre está convencido de que con sus obras de realidades truculentas se despierta la conciencia social de los que las contemplan. Nosotros creemos que el hombre era un optimista.

          Su obra Escuadra hacia la muerte (1953) es un buen ejemplo. A una escuadra de un cabo y cinco soldados se le encarga una misión suicida y, como además de ir a la muerte, hace mucho frío y está lloviendo, los soldados no se lo toman con demasiado entusiasmo. Por si esto fuera poco, el nivel cultural de los soldados es muy bajo y no saben en qué guerra están o por qué luchan, ni siquiera quién es el enemigo.

Como en el país de los ciegos el tuerto es el rey, al cabo le entran delirios de grandeza y ansias de ejercer el poder, por lo que comienza consecuentemente a hacerles la vida imposible (y la muerte posible) a los soldados. Estos, al principio, se aguantan. Finalmente, acaban hinchándoseles las narices a todos y matan al cabo, pues hacerlo es la última alegría que se pueden permitir.

En el acto siguiente se dedican a asumir la responsabilidad de lo que han hecho y a reaccionar cada uno de una manera, para que haya variedad. Esto ya no es muy importante, pues la tesis de la obra (la necesidad de rebelarse contra el que se pasa de la raya) ha quedado bien contrastada[1].

          El autor tiene otras dos obras parecidas. Guillermo Tell tiene los ojos tristes (1955) recrea el mito del célebre ballestero de una manera original: desmitificando al héroe. Guillermo tiene buena puntería con las flechas, pero no tanta como se dice por ahí: lo que pasa es que a los suizos, como a los andaluces, les gusta exagerar.

          Cuando el malvado y obeso tirano Gessler le obliga a disparar a una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, Tell falla estrepitosamente y le clava la flecha al niño, dejándolo seco en el acto. Entonces, claro, se cabrea y dispara una sucesión de flechas en dirección al malo. La flecha número veinticuatro le acierta, Gessler la diña y así comienza la revuelta famosa.

Mucho más impactante es Muerte en el barrio (1955). Un camión atropella a un niño y, cuando le llevan a la clínica, el médico de urgencia no está, porque se ha ido a tomarse un coñac. El niño la palma y ya solo queda ver quien tiene que cargar con el muerto. El médico de guardia no fue el único que la fastidió. Hubo otro médico de una clínica cercana que se negó a acudir, un taxista que no llevó al niño para que no se le manchara la tapicería, etc. La sociedad es la verdadera culpable del drama. Pero como a la sociedad no se la puede meter en la cárcel (porque no habría sitio y saldría carísimo darle de comer), nadie paga por esta metedura de pata mortal. Bien es verdad que los vecinos linchan al médico, pero eso es solo un final feliz que Sastre incluye para que el público no se vaya a su casa con excesivo mal sabor de boca.

          La última obra que vamos a mencionar (porque con tres ejemplos va que chuta para entender el teatro de este señor) es M.S.V. o La sangre y la ceniza (1965), que es la vida (más bien la muerte y sus prolegómenos) de Miguel Servet, quien no contento con haber descubierto la circulación pulmonar de la sangre, se empeñó en explicar el misterio de la Santísima Trinidad (algo que nadie ha logrado con éxito hasta la fecha). Pero como lo explicó de una manera que no le gustó a Calvino, Servet acabó churruscado en la hoguera.

          La originalidad de la obra es que, pese al claro heroísmo de su protagonista —al que no le importa morir por defender sus ideas—, este aparece como un tipo grotesco y casi esperpéntico, que habla de una manera muy ridícula y es tremendamente inoportuno, diciendo siempre lo que menos conviene decir y metiendo la pata en todas las situaciones. Lo hace tan mal que sus acusadores se quedan con la duda de si es verdaderamente un hereje o tan solo un gilipuertas. Sastre consigue fundir al héroe y al antihéroe en un semihéroe extrañísimo que nos tememos que no va a tener demasiado recorrido teatral.



[1] Les quedó bien constatada a los pocos que la vieron en su estreno, pues se retiró del cartel a las tres representaciones, por protestas del ejército.

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