Rollerball

 


 (Norman Jewison, 1975)

 

Rollerball cuenta la historia

de un deporte del futuro

que consiste en dos equipos

de jugadores membrudos

que patinan dando vueltas

a un circuito y hacen puntos

metiendo una bola férrea

por un agujero único.

Esto parece aburrido,

pero no, que es juego sucio

que te permite partirle

la tibia, el fémur o el húmero

al jugador del equipo

contrario; y, por eso, el público

disfruta como un enano

y pega saltos de júbilo

viendo cómo aquella panda

de vándalos y energúmenos

se zurran, cascan y arrean

unos trastazos mayúsculos

con gran eficacia, porque

están todos como mulos,

son enormes como armarios

o luchadores de sumo

y expertos en sacudir,

que pegan más que el engrudo

y de un cate que te arreen

—bien con el pie, con el puño,

o con la bola de acero—

te dejan hecho un felpudo,

hecho migas, hecho trizas,

hecho polvo, moribundo,

subfiambre, subcadáver,

premuerto y semidifunto.

 

¿De qué sirve este deporte

tan popular y tan rudo?

Embrutece al ciudadano

para que siga tarugo,

ignorante, tonto ‘el haba,

adocenado y estúpido,

porque los que hacer no saben

ni la «o» con un canuto

no molestan al poder

ni hacen huelgas, ni disturbios.

El «pan y circo» funciona

en el siglo XXI

igual que le fue eficaz

en Roma a César Augusto.

 

Este gobierno distópico

(concretamente el de Houston)

es una corporación,

pues ahora mandan los grupos

económicos, los holdings,

que poseen todo el mundo

y sobre todas las áreas

tienen dominio absoluto.

Patrocinan el deporte

para entretener al vulgo,

mientras se forran a modo

con su gobierno corrupto.

 

El protagonista es un

jugador chulo y forzudo

que consigue mucha fama

(demasiada, para el gusto

del grupo de mandamases

que controlan el asunto).

Se inclinan por jubilarle

para que no les dé un susto

convirtiéndose en un líder

del pueblo llano en conjunto.

Pero Jonathan (se llama

así) se pone farruco:

no quiere dejar el juego

para meterse a cartujo,

sino llevar la contraria

al corporativo pulpo.

 

Comienza a hacerse preguntas,

cuestiona los estatutos

del juego. Se queja de que

la gente no tenga estudios.

Protesta de la violencia

de aquel juego tan abrupto.

Se mete en camisas de once

varas (nueve metros justos)

y, en fin, se vuelve objetivo

lógico para el verdugo.

 

Un episodio curioso

es que le entra de súbito

afán por saber más cosas

de los anteriores lustros.

Se marcha a la Biblioteca

Central, que es el sitio justo

donde se guarda la historia,

lo acaecido en el transcurso

de los siglos; mas resulta

que un defecto inoportuno

ha quemado los archivos

y ya no queda ninguno

del siglo XIII. «¡Da igual!»,

le dicen sin disimulo.

«Fue un siglo sin importancia

y no lo añoramos mucho».

 

Para cepillarse a Jonathan

se echa mano del recurso

de organizar para ello

un partido tremebundo,

pues no habrá sustituciones,

ni tiempo límite alguno,

lo que significa que

solo sobrevive el último.

Así, acabará cesante

o bien en coma profundo,

evitando el riesgo de que

le dé al gobierno un disgusto.

 

 El muy tonto va y accede

a jugar (¡ya hay que ser bruto!)

y la cinta tiene un

clímax sangriento y quirúrgico,

pues los que juegan la palman

en un riguroso turno.

 

Quedan al final con Jonathan

otros dos y en un minuto

nuestro héroe (y el de ustedes)

toma aliento, mete el turbo

y se carga a un adversario

de un golpe en el occipucio.

Al ir a matar al otro

—que ya está mustio y blanduzco—

a Jonathan le da pena,

le perdona y, dando tumbos,

me mete la bola en el hueco

con la izquierda (porque es zurdo)

y levanta la derecha

en exhibición de músculo.

 

El público, entusiasmado

con él, le aplaude lo suyo.

Queda por ver si aquel hecho

deportivo es el preludio

de una revuelta política

contra aquel sistema absurdo

o si bien, por el contrario,

siguen todos poco adultos

como eran antes, el hito

produce un efecto nulo

en la sociedad y el pueblo

sigue alienado y besugo.

 

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