Si hablamos de obras maestras
de literatura hispana
(entre las que no se cuentan
ni La perfecta casada
ni El sí de las niñas ni
menos Juanita, la larga,
ninguna de Ruiz Zafón
ni menos de Antonio Gala,
por mencionar unas piezas
que, aunque han conseguido fama
por medios que no entendemos,
son tremendamente malas,
y si no, el tiempo dirá
y pondrá las cosas claras
cuando en menos de dos décadas
queden descatalogadas),
es imposible dejar
de citar La gatomaquia,
obra en un montón de cantos,
que transcurre en las terrazas
y tejados de la corte
madrileña y que nos narra
amores y desengaños,
celos y tontunas varias
típicas de los amantes
(que aquí son gatos y gatas,
ya que si fueran humanos,
la historia no tendría salsa).
¿Cómo se le ocurre a nadie
escribir seiscientas planas,
partidas en siete silvas
y muy bien versificadas
hablando de Micifuz,
Marramaquiz y su amada
Zapaquilda? Siendo un genio
como de aquí a Nicaragua,
pasando por Pakistán
y haciendo escala en Uganda,
como era Lope de Vega,
que, aburrido, una mañana
invernal —aunque era el mes de
julio— del año de gracia
mil seiscientos treinta y cuatro,
al comprobar que nevaba
(lo que le chafó la ex-
cursión a Navacerrada
que pensaba realizar
en aquel fin de semana),
dijo: «Escribiré una pieza,
más no de capa y espada
ni de enredo ni de honor
ni en elogio de un monarca
ni un auto sacramental
ni ninguna de esas gaitas,
sino un poema que trate...
de lo que me dé la gana,
pues ya voy estando harto
de la gente que me encarga
textos hechos a medida
y luego no me los paga».
Miró entonces en redor
y se fijó en la ventana.
¿Y que vio? Pues vio a un morrongo
con una cola muy larga
que, junto a la chimenea
que salía de una casa
contigua, maullaba en sol
bemol, llamando a una gata,
con un canto archifelino
en esa lengua tan rara
que los mininos emplean
y que no entendemos nada
(porque el traductor que tiene
Google es una patata).
En fin: el caso es que Lope
recordó las letras clásicas,
concretamente el poema
de la Batracomiomaquia
(que no es una operación
de la laringe o la tráquea,
sino La batalla de
los ratones y las ranas),
obra épica que intenta
tomarle el pelo a la Ilíada,
que Pigres de Halicarnaso
(que era príncipe de Caria
—un reino que no decimos
dónde está, pues no hace falta—)
escribió en el siglo quinto
antes de la era cristiana
y que, como vendió mal,
dio poco dinero o nada
a su autor. Lope pensó
cambiar las gestas batracias
en gatunas, remedando
la epopeya mencionada,
así es que fue cambio un bi-
cho por otro y ¡santas pascuas!
Como en esto de hacer versos
Lope de Vega era un hacha
(un hacha de doble filo
perfectamente afilada),
sacó un pliego de papel
y en menos que un gallo canta
tuvo escritas un montón
de líneas bastante majas
con aventuras eróticas,
amorosas y galanas
de gatos que estaban ena-
morados hasta las cachas.
Firmó «Tomé de Burguillos»
(su heterónimo y su alias
para sus temas de humor)
y dejó para que la
posteridad disfrutara
una de las epopeyas
paródicas más simpáticas
que se han escrito jamás
en la lengua castellana,
o en uzbeko o en vascuence
o en chino o en la esperántica
jerigonza que inventó
esa eminencia polaca
que fue el doctor Zamenhof.
(Ya ven aquí cuánto ganan
las gentes que leen mis versos,
pues quedan aculturadas
sin gastarse ni un real
—vamos: así, por la cara—
y se enteran de mil cosas
que un rato antes ignoraban).
Lo que la obra enseña la vulgo
es que los cuentos que tratan
de amantes son harto estúpidos,
pues la gente enamorada
—ya sean humanos o gatos,
cocodrilos u osos panda—
siempre se pone en ridículo
con meteduras de pata,
con conducta extravagante,
extrema y desatinada.
Y esto que nos dice el Fénix
en la obra comentada
es una verdad más cierta
que el teorema de Pitágoras.
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