Evasión o victoria

 


John Houston (1981)

 

Dicen que fue el delantero centro Gary Lineker el autor de esta famosa frase: «El fútbol es un juego en el que veintidós hombres persiguen una pelota y, al final, siempre gana Alemania».

          Como fuere, parece ser que Alemania siempre mantiene su voluntad de ganar. O, al menos, eso es lo que le sucede al oficial alemán Karl von Steiner, un mayor (de rango solamente, porque aún es jovencito) que se aburre soberanamente en medio de la Segunda Guerra Mundial, por parecerle que la contienda bélica provee a la gente de muy escasas emociones y que 1943 está siendo un año más bien plano en Europa. Para solucionar esta carencia de intensidad, decide inventarse un partido de fútbol. Contempla a unos prisioneros en el campo de concentración jugando al deporte rey y les tiene un poco de envidia (morrokotuden Neid), por lo que se dispone a organizar un match no benéfico entre sus soldados y los encerrados.

Diremos, como nota erudita, que este guion está inspirado en lo que se denominó «El Partido de la Muerte», hecho historiquísimo que tuvo lugar en 1942 entre los restos maltrechos del Dinamo de Kiev y una selección alemana, cuando Ucrania estaba bajo el III Reich. A los ucranianos se les amenazó con la ejecución si vencían y, aun así, hicieron lo imposible por ganar y lo lograron (y fueron llevados a campos de concentración y exterminados, por cierto: los alemanes eran gente de palabra).

 

          Este oficial es un completo iluso (Stuppiden) y está seguro de la victoria de su equipo, solo que ignora que entre los prisioneros se encuentran nada menos que Pelé, Bobby Moore, Paul Van Himst, Osvaldo Ardiles, Kazimierz Deyna y otros señores por el estilo. ¿Qué tremenda casualidad ha hecho que hayan llegado esas balompédicas estrellas al mismo tiempo al mismo campo de concentración? El guionista lo sabrá, porque nosotros no.

          El más bruto de todos los prisioneros (Sylvester Stallone, ¿quién, si no?) ha planeado fugarse un día de esos, no porque no le guste estar encerrado, sino porque es muy machote y no puede pasarse sin chicas. Tiene sus papeles falsos, sus calzoncillos limpios y algo de calderilla para coger el autobús. El entrenador del equipo de los presos le encarga que cuando llegue a París y tome café con la Resistencia, organice una fuga colectiva de cualquier manera que se le ocurra, ya que los prisioneros son muy acomodaticios y no van a hacerle ascos a ningún plan.

          Stallone cumple lo acordado, arriesgando su vida al huir, porque es el héroe de la película y hacer heroicidades está en su contrato. A los de la Resistencia no se les ocurre nada mejor que cavar un pasadizo subterráneo desde París hasta el Stade Olympique Yves-du-Manoir, en la localidad de Colombes, que está nada más que a unos quince kilómetros de la capital, por lo que tienen que empezar a cavar enseguida para que les dé tiempo. Para que los nazis no sospechen al ver que del número 16 de la Rue du Vaugirard salen demasiados escombros, los sufridos miembros de la Resistencia optan por irse comiendo a cucharadas toda la tierra que van extrayendo del pasadizo.

          El objetivo es que durante el descanso del partido el equipo de prisioneros escape por el túnel y que los teutones se queden compuestos y sin victoria. El plan es factible, pero los prisioneros deben conocerlo, por lo que se le pide a Stallone que regrese al campo a contar los detalles. Este protesta, pero tiene que aguantarse y hacerlo, porque de otra manera la película se habría acabado allí.

          El protagonista vuelve sobre sus pasos y explica el plan, pero como tiene que dirigirles, necesita formar parte del equipo. El problema estriba en que es tan malo jugando que los futuros fugados se echan a llorar y casi desisten de irse a ningún sitio.

          La casualidad muestra que Stallone no sabe regatear, pero que haría un portero medianamente convincente. Como la selección ya tiene un guardameta, no queda más remedio que lesionarle para que Stallone le sustituya sin que el mayor —que sigue muy de cerca los cambios en la alineación de sus rivales— pueda entrar en sospechas. El entrenador aliado le parte un brazo a su portero y ¡listo!: ya hay sitio para un nuevo cancerbero.

          A medida que se acerca del día E (lo llamamos así por ser el día del Encuentro y porque el día D era un nombre que ya estaba reservado para el desembarco en Normandía del año siguiente), el von Steiner se va poniendo nervioso y comienza a hacer trampas para asegurarse la victoria. Compra al árbitro (no hacía falta: el árbitro ya era alemán para empezar), enseña a los chicos a jugar con dureza (no hacía falta: ellos ya sabían hacerlo) y les instruye en la eficaz técnica denominada Patadden auf Schienbein [patadas en la espinilla: un clásico]. En el guion original del film también mezclaba algo en la comida de los prisioneros para facilitarles el tránsito intestinal, pero esta secuencia no aparece en la versión que conocemos. (Si Huston vuelve algún día de la tumba y hace «el montaje del director», tendremos ocasión de conocerla, aunque habiendo muerto Huston en 1987, no nos parece probable).

          El estadio rebosa de espectadores y de puros habanos. No se tocan los himnos, porque no se habría acabado nunca, ya que en el equipo aliado hay jugadores ingleses, escoceses, irlandeses, daneses, ndeses, belgiqueses, noruegueses, polaqueses, estadounideses, brasileses y argentineses (¡lo que hace la inercia!).

Comienza el partido y los alemanes les meten cuatro goles, así, como quien no quiere la cosa. Solamente un minuto antes del descanso consiguen los aliados un tanto de carambola. Se van a los vestuarios a fugarse y, en un prodigio de sincronización, los zapadores dan el último golpe de pico, abren un agujero en el jacuzzi (y les cae en la cara toda el agua que contenía y todos los cascotes).

Ya están los presos metiendo un pie por el boquete cuando a uno de ellos se le ocurre hacer en voz alta la pregunta fatídica de la que van a depender sus destinos y quizá sus vidas: «Si nos quedáramos a jugar la segunda parte, ¿podríamos ganarles?». El silencio que sigue a estas palabras no se puede describir con palabras, básicamente porque las palabras no sirven para describir el silencio.

Por un lado, la libertad (y las chicas) y, por otro, los problemáticos laureles de la victoria.

¿Qué hacer? En la vida real habrían salido pitando por el túnel, como hacen los trenes; pero esto es el final de una película, así es que el equipo decide no escaparse y jugar la segunda parte. El exportero del brazo roto, al enterarse de que lo suyo no ha servido para nada, coge un cabreo de mucho cuidado.

Juegan. Los aliados meten dos goles, con lo que entusiasmo de los 50 000 espectadores franceses no tiene límites. Consiguen meter un tercero, pero el árbitro se lo anula, para evitar que los altos mandos nazis le castiguen (kastratten). Por fin, Pelé (que aquí se llama Luis, como un rey francés cualquiera) «hace una chilena» y encesta (marca, queremos decir: es que no dominamos mucho la terminología futbolística).

(Para los que no lo sepan —si alguno no lo sabe—, «hacer una chilena» no significa ligarse a una neoaraucana, de esas tan guapas que hay por allí, sino pegar una voltereta en el aire y aprovechar el momento en el que se está arriba para chutar a puerta y meter un gol si es posible, antes de caer definitivamente y pasar por el trance de arriesgarse a partirse el cuello por tres sitios.)

 

Están empatados, hay un 4-4 en el marcador, queda un minuto y todo parece apuntar a que la cosa se va a quedar así y los alemanes no van a poder demostrar su superioridad racial. Entonces, el colegiado Herr Schurke pita un inexplicable penalti contra el equipo aliado (inexplicable, porque en ese momento el juego estaba parado, porque estaban hinchando el balón, que había perdido aire).

La tensión es indescriptible. El jugador alemán que va a ejecutar la falta suprema es un «hacha» en ello y tiene un récord que lo demuestra: de cada diez penaltis que tira, mete doce. Stallone pone una cara muy seria (bueno: pone la misma cara inexpresiva que pone siempre en todas las películas). El árbitro pita, el delantero chuta, el cancerbero cierra los ojos, salta hacia un lado... ¡y consigue detener el esférico por pura chiripa!

El rugido de entusiasmo de los espectadores hace que tiemblen las banderas y provoca una grieta en el palco de honor. El júbilo es indescriptible. Todos los espectadores besan a quienes tienen al lado (solo había un 4% de mujeres en aquel público, todo hay que decirlo). Los alemanes se quedan boquiabiertos y muy desilusionados (Ficken) y von Steiner, dejándose llevar por el entusiasmo deportivo, aplaude al portero (es la última vez que alguien le ve con vida).

Lo mejor de todo es que el público salta al terreno de juego y lo inunda, en un afán multitudinario de dar palmaditas a sus ídolos. Pero los jugadores no quieren palmaditas, sino abrigos, gabardinas, guardapolvos, cualquier prenda tapadora que les permita mezclarse entre la multitud. Las gentes les dan sus gorros y bufandas, y todos escapan de allí mezclador con la masa sin que los soldados nazis puedan hacer nada por impedirlo.

Aquí acaba gloriosamente la película.

Los zapadores de la Resistencia, que siguen esperando en el vestuario a ver si vuelven los jugadores, son detenidos y fusilados in situ, pero esto no se muestra en la cinta, porque sería un anticlímax descorazonador.


 

 

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