(Manuel Bretón de los Herreros, 1840)
El pelo de la dehesa
de Bretón de los Herreros
es una obra famosa
de allá del mil ochocientos
y pico (no es importante
saber el año concreto
y, en cualquier caso, ahora mismo
el dato no lo recuerdo).
Me parece interesante
contarles el argumento,
porque en él se nos enseña
que no hay que mostrar desprecio
a nadie, porque al final
los más horteras (u horteros,
que ahora se ha puesto de moda
usar siempre los dos géneros)
tienen mejor corazón
que los esnobes (empleo
este vocablo horroroso
porque nuestros académicos
han dicho que las palabras
extranjeras cuyo término
es consonante fabrican
el plural con este medio;
y si en vez de ‘clubs de fútbol’
nos indican que tenemos
que decir ‘clubes’, entonces,
siguiendo ese mismo ejemplo,
hemos de decir ‘esnobes’
en vez de ‘esnobs’, por supuesto).
Pero dejemos aquí
este inciso tan molesto
y en vez de despotricar
de la Academia, pasemos
a seguir contando a ustedes
el intríngulis del cuento.
Es don Frutos Calamocha
un señor que ama a su pueblo
(Belchite) con un amor
que supera al de Romeo
por la insulsa de Julieta,
al de Leandro por Hero,
al de Daoiz por Velarde,
Andrómeda por Perseo
o el mercader de Venecia
por su bolsa de dineros.
El hombre tiene buen gato:
es prácticamente un Creso,
porque sus muchos negocios
son prósperos o «prosperos»
(ya que no hace diferencia
un acento más o menos,
como dice la Academia,
que en su nuevo reglamento
lo ha quitado en ‘solo’ cuando
hace la función de adverbio,
armando un follón de aúpa,
ya que cuando yo pretendo
decir: «Como solo el lunes»
sin acentos, no sabemos
si es que como en solitario
o si no me alcanza el sueldo
para comer más de un día
en cada semana. Pero
ya he vuelto a hacerlo otra vez:
me he dejado en el tintero
a don Frutos y he pasado
a contar los desperfectos
que la Real Academia
hace en la lengua. Dejemos
el tema, que, de otra forma,
cojo un tremendo cabreo).
Pues don Frutos va a casarse...
(vamos a ver si es que puedo
contarles la historia entera
sin marcharme por los cerros
gramaticales de Úbeda)
... va a casarse en ese invierno
con doña Elisa, una dama
de aristocrático peso
quién no tiene dos reales
(¿qué dos?: ni uno ni medio),
sino solo compromisos
con un montón de usureros.
Es una boda arreglada
con un propósito expreso:
que Frutos pague las deudas
con el interés compuesto
de su suegra, la marquesa,
demostrando ser buen yerno.
Él está en todo conforme
—que es generoso en extremo—
y en tocante al matrimonio
muestra estar muy bien dispuesto,
por lo que afloja la mosca,
paga y hasta le abre un crédito
a su futura familia.
Actúa muy caballero
y ofrece el oro y el moro
a su novia. Tendrá cientos
de vestidos y zapatos,
de joyas y de ornamentos,
seis coches, once criados,
caballos, gatos y perros:
todo lo que le apetezca.
Su vida será un paseo
en barca. Verá cumplidos
todos sus muchos deseos.
Resumiendo: en su existencia
será todo muy perfecto.
Don Frutos tan solo pide
una cosa (que creemos
que es harto lógica): quiere
vivir, tras el himeneo,
en Belchite, porque allí
es donde él tiene sus huertos,
sus tiendas y sus negocios
y debe ocuparse de ellos.
Esto resulta un problema,
que aquellos marqueses muertos
de hambre, que no trabajan
ni hacen nada por derecho,
consideran que Belchite
es un lugar cutre y feo
(aunque no han estado nunca
allí) y que sería incorrecto
vivir en Belchite en vez
de hacerlo en Montevideo,
Buenos Aires, París, Londres,
Madrid, Roma o hasta México.
Rechazan la condición
y, no contentos con esto,
se burlan del belchitense,
belchitino o belchiteño
(no sé de estos gentilicios
cuál es erróneo o certero).
Dicen que no es refinado
Calamocha (y esto es cierto,
aunque el pobre hombre se esfuerza
por corregir su defecto
leyendo de cabo a rabo
libros de cultura a cientos).
Ríen porque se interesa
por cuánto ha subido el precio
del trigo y si hará calor,
habrá lluvia o hará viento,
la matanza del gorrino
y otros asuntos de esos.
En fin: muestran por don Frutos
un patente menosprecio.
En vista de lo que ve,
el protagonista nuestro
(y el de ustedes) se resigna
y cancela el casamiento.
Carga con toda la culpa
y les dice que, en efecto,
él no se encuentra a su altura
y no sería correcto
que Elisa se desposara
con un hombre tan plebeyo.
Asegura que la corte
no es para él y por eso
se vuelve para Belchite
en el primer tren-correo
para cuidar de sus fincas
y ver cómo están sus cerdos
(y así consigue librarse
de un compromiso tan pésimo).
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