Bhagavad Gita

 


 

Si me preguntan ustedes

por una novela india

—algo más profunda que

La ratita presumida—,

mencionaré el Mahabhárat,

una epopeya larguísima

con un cuento dentro de otro

(como en esas cajas chinas

que contienen otras cajas),

por lo que pierdes la pista

de quién es en cada historia

villano o protagonista.

 

Dentro de este plúmbeo libro

indostano está metida

con calzador y a la fuerza

toda la Bhagavad Gita,

una obra de pensamiento

de aquella época antigua

anterior a la invención

del flan y de las natillas.

Contaremos su argumento

entero y de carrerilla

para que el lector se empape

con esta sabiduría

y, si tomando café

después de alguna comida

surge el tema del Vedanta

(porque así se denomina

esta escuela filosófica),

pueda dar cuenta cumplida

de qué va y quede por sabio

delante de la familia.

 

Dos ramas de un mismo clan

llevan tres lustros reñidas

y se van a dar «p’al pelo»,

anuncian las profecías.

La disputa es por un trono

con sus tierras añadidas,

que, por fértiles, producen

toda clase de hortalizas:

pimientos, nabos, tomates,

zanahorias y torrijas.

Las dos facciones están

así, afila que te afila

sus espadas, porque corten

bien, para hacer rodajitas

al adversario en combate

(y, si no rodajas, tiras).

 

El héroe de un bando es

Arjun, quien se especializa

en disparar cien saetas

por minuto, con gran prisa,

y acertarte en el ombligo,

en el cuello, en la barbilla

o en medio de las narices,

tan inmensa es su pericia.

Los suyos (los de Arjun) cuentan

con él para hacer papilla

a sus primos en la lid,

que son un rato optimistas.

 

Arjun tiene un conductor

para su carro, un tal Krishna

(encarnación del dios Vishnu,

que ha venido de visita

al mundo para arreglar

mil cosas que están torcidas)

y piensa que si el dios mismo

le está sirviendo de auriga,

es una prueba evidente

de que es deidad partidista

que no dejará que hagan

con él una escabechina

y le hará salir ileso

sin que le partan la crisma,

brindándole la victoria

de manera facilísima.

 

Mas, ¡ay!, cuando se despliegan

las tropas en fila india

(que es táctica militar

ineficaz y cretina)

para iniciar el combate,

a Arjun le entra la desidia,

la desgana, la vagancia

y la pereza asesina.

No le apetece matar

a personas conocidas,

por lo que le dice al chófer:

«¡Yo no lucho! ¡Quita! ¡Quita!»

El enemigo que enfrente

dispuesto al combate miras

es toda mi parentela:

primos y tíos en fila.

¿Voy a meterme en la guerra

y con fervor homicida

masacrar a aquellos con los

que jugaba a las canicas,

con tipos que pertenecen

a mí clan? ¿Qué se diría?

Yo quedaría fatal

y la gente me pondría

de vuelta y media, de chupa

de dominé, y con justicia.»

 

Ni corto ni perezoso

(que no lo era, pues medía

uno ochenta por lo menos),

Arjun, el heroico, tira

el arco al suelo, se apea

raudo del carro, se quita

la coraza y hace una

huelga de flechas caídas.

 

Entonces Krishna interviene:

«Déjate de tonterías

y escucha mis enseñanzas,

que te irán de maravilla».

 

 

El dios hace que se pare

el tiempo. ¿Cómo se explica

esto? Pues como sucede

en la historia conocida

como La bella durmiente,

donde las hadas madrinas

ponen el reino a dormir

con una magia sencilla.

Igualmente pasa aquí.

Las tropas que estaban listas

para iniciar la refriega

quedan como paralíticas

y en ese tiempo sin tiempo

en el que el tiempo se enquista,

Krishna se marca un discurso

—aunque sin megafonía—

en el que le explica al otro

de una forma muy explícita

por qué tiene que pegarles

de guantazos a sus víctimas

y por qué un guerrero debe

atizar cuando le atizan.

 

Resumiremos la charla

dando una versión sucinta

por no malgastar papel,

pues mandala ecología.

«Verás, majo», dice el dios.

«Cuando tú vas y fulminas

a un fulano de un flechazo,

él no muere: eso es mentira.

No muere, porque su alma

es eterna e infinita,

es un uno con el Brahman,

es parte —aunque pequeñita—

del Uno, del Ser, del Todo,

del Absoluto. Esto explica

que aquello que es desde siempre

no es posible que se extinga

y muera. El cuerpo que cae

de un flechazo en las costillas

solo es material fungible,

algo como una camisa

que te quitas, si está sucia,

para ponerte otra limpia.»

 

«¿Nada es verdad?», dice Arjun.

« Todo es como una película»,

responde el dios. «Todo es maya.

Vamos: ilusión ficticia.

Solo hay una realidad,

qué es el alma susodicha

o espíritu universal

que aceptan los panteístas.»

 

«Ahora me quedo tranquilo»,

afirma Arjun. «Te diría

más», prosigue el dios. «En tanto

sigas metido en la vida

y no te libras del todo

de la cadena maldita

de encarnaciones, tendrás

que adaptarte a lo dualista,

cumpliendo con tu deber

(en este caso hacer migas

a todos tus enemigos),

pero sin perder de vista

que aquello que te sucede

no es cierto, que todo es filfa.

Y si acaso tienes dudas

de estas cosas tan certísimas,

para que veas que no miento,

voy a mostrarte enterita

mi figura celestial.

¡Abre los ojos y mira

atento, que lo que muestro

no se ve todos los días!»

 

Krishna al punto se transforma

en esa Forma Divina

que tiene un montón de brazos

(más de los que necesita)

y Arjun ve a Vishnu, deidad

adorada y famosísima

que va aumentando en tamaño

y crece como una milla,

yarda arriba o yarda abajo

(es sabido que la India

fue una colonia británica

que desprecia la medida

kilométrica). Arjun dice:

«Ya no hace falta que sigas

creciendo: me hago una idea

y creo en ti a pies juntillas».

 

El dios entonces chasquea

los dedos y finaliza

la detención temporal,

las gentes sienten cosquillas

por todo el cuerpo y, moviéndose,

quedan desentumecidas.

Tras un rato de relax,

los ejércitos inician

el ataque. Arjun se sube

al carro, se precipita

contra las huestes de primos

y a todos hace papilla

con mil certeros disparos

con su arco y su tirachinas,

pero lo hacen muy consciente

de esta verdad metafísica:

que nadie mata ni muere

y que todo es engañifa.


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