Manuel Tamayo y Baus

 


Hablaremos aquí de un dramaturgo que nos gusta mucho y nos cae extremadamente simpático: Tamayo, poco representado hoy, porque vivimos en una época de tremendas injusticias.

          Tamayo empezó como todos: adaptando obras extranjeras. Hizo una Juana de Arco (1847) —arreglando La doncella de Orleans, de Schiller—, que está muy bien. Hay que decir en su favor que Tamayo era hijo de actores y conocía el teatro desde dentro, lo que le dio una clara ventaja sobre otros dramaturgos de origen más intelectual y, por ende, más torpe a la hora de entender el arte escénico. El caso era que su formación le obligaba no solo a ser dramaturgo, sino a ser uno muy bueno: lo contrario hubiera sido hacer un ridículo pasmoso.

          Manolito cumplió. En 1853 estrenó Virginia. De esta obra se dan opiniones encontradas que ahora expondremos. También hubo sobre ella opiniones no encontradas, pero ésas, como no se han encontrado, no se las podemos exponer. Se dijo que era la mejor tragedia clasicista española del siglo xix y también que era malísima y pretenciosa. ¿Qué quieren que les digamos? A nosotros nos gusta. El autor sabe compaginar seriedad neoclasicista y pasión romántica, consiguiendo un producto que nos parece bastante mejor que otras muchas cosas más reputadas.

Su obra más recordada, empero, fue Locura de amor (1855), donde se nos contaban con pelos y señales los distintos estadios de enajenación mental por los que pasó doña Juana «la Loca». Es una pieza romantiquísima, de grandes emociones y muchos alaridos, que ha dado pie a varias películas no menos melodramáticas que el original. Lo curioso de este drama es que, pese a que se le ven todos los defectos estructurales, «gusta» y gusta mucho. La claridad de la trama, la espontaneidad de los personajes en sus intervenciones y su logrado estilo de escritura la hacen fácil de ver y sencilla de apreciar. esta es una virtud teatral que no todos dominan: hacer agradables unas situaciones que leídas en una novela serían inaguantables.

          Más tarde, Tamayo se dedicó a la crítica social, que por aquel entonces se puso de moda. Es curioso como un tipo de público gusta de pronto de que se pongan de relieve sus defectos como clase social, pero eso pasó entonces con la burguesía que llenaba los teatros. De este estilo de teatro ideológico-moral es Los hombres de bien (1870), que parece el discurso de un fiscal que expusiera un caso, presentase sus pruebas e hiciese el alegato final. Es una crítica a aquellos que, sin ser malos, tampoco son buenos y no reaccionan ante las injusticias.

          La bola de nieve (1856) trata de los celos y marca un cambio en el estilo del autor, pues es última obra en verso (no volvería escribir en verso en toda su vida). En Lances de honor (1863) Tamayo arremete contra la estúpida costumbre de los duelos, que se organizaban por las causas más nimias. Lo positivo (1862) es un ataque al materialismo reinante.

          Pero la obra que nos parece la «más mejor» de Tamayo es Un drama nuevo (1867), un inteligente experimento metateatral que merece no uno sino varios párrafos aparte.

          En la compañía teatral de Shakespeare hay un actor cómico, Yorick, que goza del aplauso del respetable. Pero como nadie está contento con sus narices, Yorick quiere ser actor dramático y hacer llorar al público. Le suplica a don William que le dé una oportunidad y el otro, compadecido, accede.

          Yorick es rematadamente malo como actor dramático y, además, se ha ganado la enemistad de un compañero, que se las apaña para hacerle saber que su esposa y su hijo adoptivo se la están pegando a base de bien. Y lo hace mientras Yorick está en escena intentando pésima y precisamente un papel de marido engañado. En medio de un parlamento, Yorick lee el anónimo delator y de repente comienza a actuar bien, porque sus sentimientos de celos son ahora verdaderos.

          La cosa se pone fea y el asesinato fingido que ha de tener lugar en escena se convierte en uno de verdad, porque también se ha cambiado el puñal de pega por otro con filo. La representación se suspende y Shakespeare pide perdón a los espectadores por tanto realismo, al tiempo que les informa de que alguien le ha sacudido también una puñalada en un callejón al actor envidioso que ha organizado todo el follón.

          El tercer acto, que es la representación de la obra dentro de la obra, es estupendo y la psicología de los malos actores está perfectamente conseguida. El personaje de Shakespeare, como un dios que controlara a sus criaturas, es un logro genial y la comedia nos produce entusiasmo siempre que la leemos de nuevo, como ustedes habrán podido deducir de estos comentarios. Es una de las grandes piezas de nuestro teatro, aunque hay un dicho en la profesión que asegura que el teatro sobre teatro no interesa a los públicos. Quizá esta sea la causa de que esta obra no se represente con más frecuencia.


 

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