La malquerida

 


           La Raimunda, terratenienta rica, castellana y ya fondona, se ha casado en segundas nupcias con Esteban, un labrador asimismo adinerado por el que bebe los vientos y se queda con sed, pues el tipo en cuanto a belleza es una mezcla de Adonis, Narciso, David Beckham y el Guerrero del Antifaz.

          La señora tiene una hija de un anterior matrimonio, que se llama Morera. No: es Haya. Tampoco. Es un nombre de árbol, de eso estamos seguros. Hagamos memoria. A ver... Ya, ya está: es Acacia.

          Acacia es guapa y tiene los brazos y las piernas prietas como morcillas. Su macicez es el resultado de una alimentación continua a base de torreznos.

          Ella había tenido un novio, Norberto, que se rajó y la abandonó sin que nadie supiera por qué. (Nosotros tampoco lo sabemos, así es que como narradores omniscientes no tenemos demasiado futuro.)

          Ahora la muchacha está en relaciones con Faustino, otro mozo con tierras, porque en esos pueblos, los que no tienen tierras se han de casar con las más feas.

          Está Acacia preparando su ajuar y poniendo sobre la cama las prendas que se quitará sobre esa misma cama, cuando se oye un «¡pum!», que resulta ser un tiro que supuestamente Norberto parece haberle pegado a Faustino, debido a los celos o simplemente porque es bizco y no puede apuntar bien a los conejos.

               A Norberto le detienen, pero luego le sueltan por falta de pruebas, porque tenía una buena cuartada. (Escribimos ‘cuartada’ y no ‘coartada’, como es lo correcto, porque esta consistía en que en el momento del tiro, Norberto estaba en su cuarto y tenía testigos.)

 

 

El tío Eusebio, que es el padre de Faustino pese a ser tío (líos de los pueblos), está que trina y habla con la Raimunda, manifestándole su intención de pillar por su cuenta al Norberto y hacerle alguna cosa de esas que les hacía Torquemada a sus atormentados, porque las costumbres de los pueblos son muy brutas a la hora de cascar a la gente y la Inquisición podría haber aprendido mucho de ellas.

          Norberto está libre, pero no le llega la camisa al cuerpo, como suele decirse, por lo que lleva la cintura al aire y coge frío en los riñones. Pide protección a la Raimunda y le cuenta que «el Rubio», criado de confianza de Esteban, es el asesino y que prácticamente así lo ha confesado en público tras beberse tres jícaras de chocolate (cada uno se emborracha con lo que más le apetece).

          Puesto a largar, Norberto cuenta que en el pueblo se han olido la tostada y le han sacado a la Acacia una copla alusiva, octosílaba y serventesia para más inri:

 

          El que quiera a la del Soto

          tiene pena de la vida.

          Por quererla quien la quiere

          la llaman «la Malquerida».

 

          Y añade que él rompió el noviazgo por canguelo, porque le amenazaron de muerte si proseguía. No era que la Acacia no le gustase, que sí le gustaba un horror. Le había metido mano varias veces y había quedado muy satisfecho con el producto. Pero el miedo a morir le hizo abandonarla.

          Como el segundo acto tiene que acabar en punta y como la cosa va de confesiones, Acacia le revela a su madre que su padrastro, Esteban, la mira con malos ojos porque ella está buena; es decir, que la mira con buenos ojos, lo que es malo. Y ella, bueno, no quiere ser mala —porque siempre ha sido buena—, pero tiene una conducta mala con Esteban buena parte del tiempo para evitarse una mala situación. La Raimunda, al oír esto, se pone mala, dice que bueno está lo bueno y que no puede ser, porque su esposo es bueno, por lo que Acacia debe de ser la mala, con lo que sería bueno que ella dejase de propalar cosas malas sobre un hombre bueno. Y con este maniqueísmo de buenos y malos se echa el telón.

          Los hermanos de Faustino apuñalan repetidamente a Norberto, pero con tan mala puntería que no lo matan (le dan cuchilladas en el codo, en la nariz, en una rodilla, en la nalga y en una oreja, concretamente). Los guardias los apresan, se los llevan y ya no vuelven a salir en la comedia, por lo que no nos molestamos en contarles a ustedes cómo se llaman. Norberto tampoco vuelve a salir, porque está en el hospital, es viernes por la tarde, los médicos se han ido a su casa y ya hasta el lunes no parece probable que le vayan a dar el alta, como suele suceder.

          Queda el asunto del amor incestuoso de Esteban, que ha sido —claro está—quien ha mandado matar a Faustino, quien ha amenazado a Norberto y quien ha hecho solo Dios sabe cuántas fechorías más.

          Tiene lugar la escena climática entre los tres (no tiene nada que ver con el tiempo que hace, que es más bien fresquito; decimos ‘climática’ como derivada de ‘clímax’). Esteban reconoce que Acacia le pone a ciento veinte y llora, porque él no quería ser así de lascivo, pero hay algunos órganos corporales que le dominan. La Raimunda le entiende y le perdona, porque él es un sátiro indecente, pero sigue estando apetecible.

          Para resolver el conflicto, la madre decide enviar a Acacia a vivir con las monjas del Encinar, que hacen unas empanadillas de boniato que tienen fama en toda la comarca.

          Acacia, al saberlo, se cabrea lo indecible. Ella no tiene culpa. ¿Por qué no es Esteban el que se va con las monjas? Porque no estaría bien visto ni sería pertinente, dada la libido desatada del padrastro.

          La Raimunda acusa a Acacia de no haber considerado a Esteban como a un padre. Dice que su despego ha provocado todo este drama rural y obliga a su retoña abrazarle y a besarle, llamándole padre, para reconciliarse.

          Solo cuando Acacia y Esteban llevan más de cuatro minutos y medio abrazados y sin soltarse es cuando la Raimunda se da cuenta de lo que está pasando ante sus castellanas narices. Esteban está como un tren (como ya hemos dicho) y a Acacia, que no es de piedra, le va lo ferroviario. Resulta que le había amado siempre y ahora se ha traicionado a sí misma. La Raimunda grita pidiendo ayuda.

          Esteban coge un trabuco —de esos que hay en todas las casas de los pueblos para dispararles a mansalva a los vecinos cuando te roban el agua de tu acequia— y le descerraja un tiro a su mujer, que la deja temblando. Luego el asesino debutante piensa que la Acacia estará mejor escondida en el bosque y ambos se tiran al monte, como unos bandoleros cualesquiera.

          La Raimunda muere, pero muere contenta, pues sabe que con su óbito les chafa el plan a los dos tortolitos, se acabarán siendo detenidos y separados para dotar al final del drama de algo de sentido moral, ya que durante él ha habido más bien poco.

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