Erzsébet Báthory

 


 

Si los rumanos presumen de Drácula, los húngaros no se quedan atrás con la condesa Báthory, que también hizo alguna de las suyas.

Era sobrina directa del rey de Polonia y del príncipe de Transilvania, y se hallaba emparentada con casi todas las casas reinantes del momento. El contacto primil llevó a varios de sus hermanos a una locura destacada y Erzsébet no iba a ser menos. Se casó jovencita con el conde Ferenc Nádasdy, que se pasó las guerras matando y las treguas rezando, y que le descubrió a su esposa una técnica de su invención para tratar a los traidores proturcos. En vez de pasar a cuchillo al reo, asesinaban a su caballo, le sacaban las tripas, encerraban al prisionero dentro y las cosían de nuevo, para que, estando todavía vivo, el reo se pudriese dentro del infortunado animal, que no tenía ninguna culpa de que su jinete hubiera sido tan poco patriótico.

Contamos esto para recalcar el hecho de que los húngaros no eran de los que se desmayaban ante la contemplación de una herida en un dedo: se ponían una tirita y continuaban con sus salvajes prácticas de violencia.

La condesa tenía obsesión con la belleza. Se hacía traer los más caros perfumes del Oriente, pues en su país el hedor era cosa habitual. No era fea, en una época en que la belleza consistía principalmente en conservar casi todos los dientes y no estar picada de viruelas. Su narcisismo patológico la impulsó a desgastar los espejos a base de mirarse mucho en ellos, durante horas seguidas, día y noche. Se cambiaba ocho o nueve veces de traje y aclaraba su pelo moreno con una receta italiana que involucraba un dispendio exorbitante en productos raros y diez lavados cada vez con cocciones de azafrán.

La causa de esto era la rubiofilia desatada de Erzsébet, quien sentía debilidad por las donnas angelicatas de cabellos dorados. Estas tenían, además, que ser altas, esbeltas, buenas mozas y de menos de dieciocho. Las rubias fondonas o las matronas no servían para sus propósitos. ¿Y qué hacía Erzsébet con las susodichas señoritas? Pues lo contaremos al final, para que el horror sirva de clímax a esta sórdida semblanza.

Hablaremos antes de que la condesa sufría de cefaleas continuas, que remediaba abriendo a un pichón en canal y colocándoselo sobre la frente, poniendo perdidas las sábanas de la cama y obteniendo un alivio muy efímero. En alguna ocasión probó con gansos y otras aves más voluminosas y de intestinos más largos, pero el resultado no fue el mismo.

Los sirvientes temían muchísimo estas curaciones, pues cuando no surtían efecto —el 80% de las veces—, la condesa arremetía contra ellos y en medio de su histerismo les mordía, procurando apretar bien las mandíbulas para que quedara señal (así era de concienzudamente mala).

Otra de sus manías consistía en hacerse acompañar permanentemente por cinco personajes malolientes y feos como ellos solos, que tenían como función primordial servir de elemento de contraste, para que así la belleza relativa de la condesa destacase mucho más. Su marido le permitió tal excentricidad, con la condición de que los cinco acólitos no se volvieran a meter en el lecho conyugal, como hicieron en cierta ocasión. La condesa aceptó estos términos y los cinco adefesios permanecían fuera de la cama durante la noche, a un mínimo de dos metros de ella, vigilando el sueño de los condes.

Poco a poco comienza a correrse la voz de que la condesa se hace sopas con los huesos de las rubias desaparecidas (que ya eran un montón). El rey (no sabemos si era Matías I u otro de nombre parecido, pero eso no marca ninguna diferencia en nuestra historia) decide intervenir e invita al gobernador de la región a que cene en casa de los condes (el propio monarca se cuida mucho de no ir él), para que su enviado huela de cerca a la sospechosa posible multicida.

El banquete transcurre en medio de un agradabilísimo ambiente y un gran jolgorio: es un completo éxito, salvo por el hecho de que ni el gobernador ni sus acompañantes prueban el más mínimo bocado de nada durante el convite. Dan discursos, eso sí, pero no introducen en sus bocas ni la más mínima migaja de ningún plato.

Esto les salva la vida, pues los criados que se comen las sobras mueren todos indefectiblemente en medio de tremendos dolores de estómago. La condesa le echa la culpa al cocinero, lo ahorca allí mismo ante el gobernador y éste no puede, por tanto, decir «esta boca es mía» ni demostrar la culpabilidad de la dama.

Así va pasando el tiempo —que ni vuelve ni tropieza, como dijo Quevedo—y la vida sigue. Pero el cotilleo es algo universal, más universal que el arroz con leche, y poco a poco comienzan a surgir habladurías, testigos, gentes que han oído unas cosas, sospechado otras e imaginado otras más, y ¡señores, para qué cansar!, finalmente la corona envía lo que hoy en día llamaríamos una «comisión investigadora», de catorce miembros y siete miembras, que penetran en las mazmorras del castillo de la condesa y encuentran por los suelos una sopa de sangre que les aterroriza el alma y les pringa los zapatos a un tiempo mismo.

Allí, ¡ay!, hay paredes chorreantes de sangre que nadie se ha molestado en limpiar, jaulas con pinchos para que los encerrados en ella no se puedan apoyar en las paredes, vasijas llenas de trocitos de persona conservados en alcohol (principalmente partes blandas, como lóbulos de oreja y otras que ustedes se pueden imaginar) y cadáveres putrefactos. Al lado de estos cadáveres putrefactos hay más cadáveres putrefactos. Y junto a ellos, todavía más cadáveres putrefactos. Cerca se hallan cadáveres sin putrefactar (porque son de la última hornada).

Aquella cámara de los horrores es terrible, pero no caótica, porque las víctimas están debidamente procesadas y sometidas a otra tortura añadida: la de la burocracia, pues en un libro aparecen detalles de sus capturas y muertes. Figuran allí más de seiscientos nombres.

(Si algún lector se muestra incrédulo ante estos datos que le damos, puede hacer dos cosas: o irse a Hungría a consultar con sus propios ojos los textos que se guardan en los Archivos Nacionales de Budapest o irse a hacer gárgaras, por lo que a nosotros respecta, pues no nos gusta que se dude de nuestra palabra.)

La utilería de estos sótanos es compleja y completa. Incluye sierras para cortar extremidades, tenacillas para dar dolorosos pellizquillos, punzones para clavarlos en los ojos (u otros lugares, a gusto del torturador), hierros candentes para marcar a fuego las mejillas, planchas para dejarlas caer sobre los dedos de los pies, alicates para arrancar las uñas, miel para untar con ellas a las rubias y que se las coman las moscas o las hormigas, cuchillos de postre sin filo para cortar las venas con dificultad y que el proceso sea más largo y duela más, y tijeras para trasquilar narices y otras protuberancias, así como ejemplares de la Divina comedia de Dante para leérsela a las víctimas y hacer sufrir a las mentes tanto como habían sufrido los cuerpos.

En la sangre de estas inocentes se bañaba a diario la condesa Erzsébet.

Pero como vivió sus últimos años encerrada a solas, emparedada en una celda oscura en la que le pasaban la comida por una diminuta abertura, nunca se supo si acabó tan vieja y tan fea como cualquiera o si lo de la sangre funcionó y se conservó joven y apetitosa hasta sus últimos momentos. Si alguna lectora tiene curiosidad por conocer la eficacia de este originalísimo tratamiento de belleza, nos tememos que no tendrá más remedio que imitar a Erzsébet para comprobarlo por ella misma.

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