San Roque fue un peregrino más occitano que otra cosa que no tuvo mejor ocurrencia que patearse Europa cuando la peste hacía estragos. Al final, acabó por contagiarse, claro está, y no le pudo echar la culpa a nadie.
Se hallaba en cierta ocasión el susodicho descansando en un bosque cercano a Piacenza, decidiendo si se moría de cansancio o simplemente de hambre, cuando un perro llamado Melampo le trajo una rosca de pan en el hocico, con la que el peregrino se alimentó. El pan estaba mordisqueado y lleno de babas de perro, por supuesto, pero esto sucedía a mitad del siglo XIV y, como se sabe, en la Baja Edad Media la gente no era tan remilgada ni escrupulosa como lo es hoy en día.
El filantrópico animal pertenecía a un noble de la ciudad, un tal Gottardo Palastrelli, que debía de ser un pedante de mucho cuidado cuando le puso Melampo a su mascota, que era el nombre de un adivino mítico griego que conocía el lenguaje de los pájaros (y que se lavaba poco los pies, pues «el de los pies negros» es lo que la palabra ‘melampo’ significa, lo cual es más aceptable en un perro que en un señor, aunque este se dedique al ocultismo).
El can repitió su acción durante una semana o así, llevando un pan diario a Roque y mostrándole su cariño, meneando continuamente el rabo. Cuando este se hubo repuesto (Roque, no el rabo), se marchó de allí alegremente y sin siquiera despedirse.
(Según el dicho popular, «el perro de San Roque no tiene rabo / porque Ramón Rodríguez se lo ha cortado», pero esto no es histórico: es simplemente un trabalenguas para reírse de aquellos que no saben pronunciar la letra erre.)
En la hagiografía se muestra al santo siempre acompañado del perro, aunque en la realidad ni siquiera se molestó en enviarle nunca ni una tarjeta postal de los sitios que recorrió ni una felicitación por su cumpleaños.
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