Para conseguir la supremacía del castellano

 

 


La injustamente olvidada biblioteca de Villamediana de la Vega —convertida hoy en fundación privada y de la que hablo con permiso expreso de su dueño y señor, que me convida a té con pastas siempre que nos vemos— no cede en tesoros histórico-literarios al Archivo de Simancas y no digo ya a la Biblioteca del Congreso de Washington porque puedo pecar de exagerado.

Cuenta, al parecer, en sus anaqueles (aparte de las novelas perdidas de Borges, la colección de chistes escatológicos de Colerigde y un trozo bien conservado de la dentadura postiza de T. S. Elliot, que no sabemos qué diantres hace allí) con un ensayo de Martial Fountain Stephan, viajero inglés de mediados del xix, a quien no hay que confundir con su tocayo Mars Fons Stephania, el famoso poeta latino nacido en Corfú hace ya una porrada de siglos y con cuyo nombre se han venido haciendo cuchufletas y metonomasias varias.

Stephan viajó a España cuando Godoy; le dieron habitación gratis en las dependencias de La Alambra, como era costumbre hacer hasta con los escritores ingleses más zarrapastrosos; vio corridas de toros; le dieron manzanilla a granel; comió gambas y escribió un libro sobre España y sus gentes, que publicó en su día la afamada firma londinense Penguin & Walrus Ltd. (conocida hoy sólo como Penguin Books, porque Walrus ya murió, víctima de la tos ferina).

Todo esto viene a cuento de que el tal Stephan se enamoró británicamente de la lengua castellana y su sonoridad (aunque de tal lengua sólo conocía los dos vocablos de siempre: ‘siesta’ y ‘fiesta’ y nunca pudo pronunciarlos correctamente del todo) y propuso una iniciativa que yo recojo hoy con gusto: lograr la supremacía de la lengua castellana en el orbe mediante el único procedimiento posible: la eliminación sistemática y radical de todas las demás lenguas.

Esto puede parecer exagerado a algunos pero, ¿qué quieren? ¿Yo siempre he sido muy vehemente con mis creencias y, cuando emprendo algo, me entrego a fondo.

Queda ahora por determinar el medio más adecuado para conseguir tal fin.

El que propone Stephan es laborioso y me temo que no extremadamente popular, ya que consiste en el asesinato brusco de todos los hablantes de los otros idiomas. Por perfecto que pueda parecer este método en su radicalidad, tiene un fallo de base: quedarían los hispano-parlantes bilingües, que mantendrían vivas las otras lenguas que conocen, salvo que a ellos se les eliminara también. De cualquier manera, sería un procedimiento costoso en materiales y horas de trabajo, ya que la población mundial aumenta con inusitada rapidez.

Quizá un recurso menos cruento sería únicamente la inactividad homicida unida a una hiperactividad sexual hispana. Conseguiríamos nuestro objetivo esperando a que desaparecieran las demás lenguas. Dicen los antropolingüistas que desaparecen bastantes cada año, o sea que sólo se trataría de no obstaculizar un proceso ya existente, algo semejante a lo que ocurre con muchas especies animales que se extinguen. Asegurémonos los hispanos de que procreamos lo suficiente y dejemos el resto del trabajo a la entropía del universo.

Un tercer procedimiento indudablemente eficaz, tal como va el mundo, sería la apertura de nuestras fronteras a todos los que quisiesen venir. Si prometemos a cada inmigrante un sueldo digno, un chalet en Benalmádena y un paquete de acciones de Telefónica, seguro que vienen todos. Además, tenemos la liga de las estrellas y la selección que va a ganar todos los mundiales del futuro, no olvidemos esto. Con esos incentivos el éxito está asegurado. Estaremos un poco apretados con toda la población mundial viviendo aquí pero no les quedará otra que aprender la inmortal lengua de Cervantes.

 

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