Otelo

 


 

Esta historia de Otelo, moro de Venecia, sucede en Chipre, porque el libretista, cuando iba al colegio, aprobó la Geografía por los pelos. Nos hallamos, pues, en una alcoba de un palacete chipriota, en Nicosia. Es el siglo XV, como podemos deducir de lo incómodo que parece el mobiliario. Salen Otelo, negro como la pez, y Yago, blanco como la paz (como la paloma de la paz, por ejemplo).

 

Yago.—Tengo que hablar contigo, señor.

Otelo.—Supongo que querrás felicitarme por mi nuevo nombramiento como gobernador de Chipre.

Yago.—(Dubitativo.) No sé yo... Lo de gobernar a la gentuza de esta isla no sé yo si será un honor, realmente. Esto es el basurero del Mediterráneo. Pero no era eso lo que quería decirte.

Otelo.—Entonces será sobre mi reciente y rotunda victoria sobre los turcos, en la que tú fuiste mi leal alférez.

Yago.—Menos aún. La historia nos enseña que, aunque venzas a los turcos y los eches de cualquier sitio, a los dos días vuelven a estar allí.

Otelo.—Te muestras muy pesimista, querido Yago.

Yago.—(Aparte.) ¡Qué hipócrita! Si le fuera tan querido, tras la victoria me habría nombrado capitán de la armada, en vez de otorgarle ese cargo al inútil de Cassio, que no sabe hacer la ‘o’ con un canuto. ¡Pero juro por Santa María de Kikkos, patrona de Chipre y de los islotes de alrededor, que me vengaré de este teñido advenedizo!

Otelo.—¿Qué me querías decir, pues?

Yago.—No te lo vas a creer y siento mucho ser yo quien te dé este disgusto morrocotudo, pero tu mujer te engaña.

Otelo.—(Muy tranquilo.) Ya lo se. Me dice que es ella quien hace esos macarrones tan ricos que me gustan tanto, pero en realidad sé que es una criada quien los prepara. Pero nunca le he dicho que estoy en el secreto. ¡Me quiere tanto y le hace tanta ilusión complacerme...!

Yago.—No es eso, señor. Yo no me refiero a lo que cocina. No estoy hablando de pasta.

Otelo.—¿Es por la salsa de pesto? ¿O te refieres al pisto? Yago, dame alguna pista.

Yago.—Es un asunto que apesta.

Otelo.—¿Es algo que ella hace aposta?

Yago.—Y peor aún que la peste.

Otelo.—No te creo y yo me aposto... me apuesto, quiero decir, a que estás equivocado. Desdémona es una mujer estupenda.

Yago.—Coincido contigo en que está estupenda...

Otelo.—¿Eh?

Yago.—... pero su conducta es censurable. ¡Ea, lo diré de una vez! ¿Para qué vamos a estar dando vueltas y pegándole a un arbusto?

Otelo.—¿Cómo dices?

Yago.—Es una expresión coloquial sajona, mi señor. Quiere decir que para qué vamos a marear la perdiz. Desdémona te es infiel.

Otelo.—(Sorprendidísimo.) ¡Córcholis!

Yago.—Ha tallado tu hóllamo... quiero decir hollado tu tálamo en varias ocasiones.

Otelo.—(Enfadado.) ¡Recórcholis!

Yago.—Te engaña con una perfidia maquiavélica.

Otelo.—(En un paroxismo de ira.) ¡Recontracórcholis!

Yago.—¿Esa interjección existe?

Otelo.—Ahora sí. ¿Y quién ha sido la osa...?

Yago.—(Interrumpiéndole.) Te fue infiel con un hombre, mi señor.

Otelo.—¡Ya, ya! Quiero decir que ¿quién ha sido la osada persona que se ha atrevido a ofenderme? ¡Lo pagará con la vida! Le haré matar y luego rezaré para que un milagro le haga resucitar, para así poder matarlo otra vez!

Yago.—(Aparte.) Esta es la mía. Ahora correrá el escalafón. (Alto.) Fue Cassio, a quien tanto quieres y a quien tanto has favorecido.

Otelo.—¡¡¡Cassio!!

Yago.—El mismo que viste y calza. (Aparte.) Me veo capitán hoy mismo, antes de la cena.

Otelo.—¡Pruebas, quiero pruebas!

Yago.—¿No recuerdas que Cassio vino a hablar a solas con Desdémona varias veces en tu ausencia?

Otelo.—Sí. Ella me lo contó. Dijo que buscaba su intercesión conmigo para lograr su ascenso.

Yago.—¿Y tú se lo diste?

Otelo.—Sí.

Yago.—¿Por consejo de tu esposa?

Otelo.—Sí.

Yago.—¿Estabas en el lecho con ella cuanto tuvo lugar esa conversación?

Otelo.—Esto... sí.

Yago.—Las mujeres son el demonio.

Otelo.—He hecho el canelo.

Yago.—¡Y tanto! Además, ella le dio un pañuelo suyo, como prenda de amor, un pañuelo bordado con dibujos de fresas.

Otelo.—¡Qué cursilada!

Yago.—Y yo le vi usar ese mismo pañuelo. En el último banquete que diste, lo usó para guardar en él una ración extra de tarta de manzana, que estaba muy rica, con objeto de comérsela luego.

Otelo.—Efectivamente: aquella tarta estaba muy rica; pero eso no es justificación.

Yago.—No es eso solo; cuando yo dormía con Cassio...

Otelo.—¿Tú también?

Yago.—¡No! Quiero decir que cuando yo y Cassio compartíamos una tienda de campaña durante la guerra, le oí hablar en sueños y pronunciar el nombre de tu esposa.

Otelo.—¿Estás seguro de eso?

Yago.—Como que estoy aquí. La llamaba ‘mona’ con mucho cariño. Decía: «Anda, Desde, mona, acaríciame aquí, que ya sabes que me gusta».

Otelo.—¡Qué vileza!

Yago.—¡Y en tu propio lecho! ¿Cada cuánto tiempo mandas cambiar las sábanas?

Otelo.—Cada trimestre. Pero eso no importa ahora. He de cerciorarme de que tus palabras son ciertas y, de serlo, la adúltera lo pagará con la vida. Márchate y, al salir, di a mis criados que la avisen, que quiero hablar con ella sobre un vestido preciosísimo que he visto en el mercado. Eso hará que se apresure. ¡Venga, márchate!

Yago.—Como mandes, mi señor. (Aparte.) Los acontecimientos se precipitan. A este paso soy capitán antes de la merienda. (Hace mutis.)

Otelo.—(Paseándose, desesperado, por al aposento.) ¡Oh, Desdémona, Desdémona! ¡Con lo que yo te he querido! He vivido solo para ti. He satisfecho todos tus caprichos. Tienes en el armario cuatrocientos pares de zapatos, algunos de ellos incluso bonitos. ¿De verdad me has traicionado? ¡Ahora enseguida saldremos de dudas!

(Sale Desdémona, mujer hermosa donde las haya, que las hay, pero esta se lleva la palma.)

Desdémona.—¿Me llamabas, mi esposo y señor? ¿Qué mandas?

Otelo.—¡Menos coba!

Desdémona.—¿Eh!

Otelo.—Tengo muchas ganas de estornudar, Desdémona. Dame tu pañuelo.

Desdémona.—¿Me has llamado para esto?

Otelo.—¡Oh, sí! Estoy muy constipado y necesito de tus cuidados, amor mío. (Fingiendo estornudos.) ¡Atchís! ¡Atchís!

Desdémona.—(Aparte.) ¿Por qué me cuenta esta milonga!

Otelo.—¡Venga, tu pañuelo!

Desdémona.—Tiene mocos.

Otelo.—¡No me importa! Son tuyos y ya sabes que yo te idolatro y que amo todo lo tuyo. ¡Dame el pañuelo.

Desdémona.—(Entregándole un pañuelo.) Ten, pues así lo mandas.

Otelo.—(Finge estornudar de nuevo en el pañuelo.) ¡Atchís! ¡Atchís! (Lo contempla con atención.) En este pañuelo hay caballitos de mar.

Desdémona.—Sí.

Otelo.—¿Y las fresas?

Desdémona.—¿Qué fresas?

Otelo.—Las del pañuelo.

Desdémona.—Pero ¿a qué pañuelo te refieres?

Otelo.—¡Pues al que yo te regalé!

Desdémona.—Todos los pañuelos que poseo son regalo tuyo, mi señor.

Otelo.—¡Pero no todos tienen fresas! (Gritando.) ¡Las fresas! ¿Dónde están las fresas?

(Se abre una puerta y aparece el Criado 1º.)

Criado 1º.—Os hemos escuchado ahí fuera. ¿Os apetecen fresas, señor gobernador?

Otelo.—(Le tira un candelabro a la cabeza al Criado 1º.) ¡Fuera de aquí! ¡¡¡Largo!!!

Criado 1º.—(Hablando aparte, mientras cierra la puerta y se palpa el chichón.) A estos políticos recién nombrados enseguida se les sube el cargo a la cabeza.

Desdémona.—¡Ah! Ya entiendo lo que decís. Os referís al pañuelo con un dibujo de fresas, ¿no es así? Lo estarán lavando.

Otelo.—(Muy rígido y aparentemente tranquilo.) Desdémona, acércate a mí.

Desdémona.—Al instante. (Lo hace.)

Otelo.—Mírame a los ojos y contesta sinceramente a lo que te voy a preguntar. Piénsatelo bien antes de hacerlo, porque es un asunto de vida o muerte.

Desdémona.—¿Tan importante es?

Otelo.—Lo es.

Desdémona.—Pregunta.

Otelo.—(Tras una pausa.) Desdémona: están lavando el pañuelo con el dibujito de las fresas, porque estaba sucio. ¿Puedes jurarme que los mocos que hay en él son tuyos?

Desdémona.—¿Pero qué clase de pregunta es esa?

Otelo.—(Gritando.) ¿Son tuyos?

Desdémona.—¿Te has vuelto loco, amor mío?

Otelo.—¿Han salido de tus propias narices?

Desdémona.—Pues ¿de dónde van a salir, si no?

Otelo.—¿Estás segura que no son los mocos de Cassio?

Desdémona.—¡Pero qué dices! ¿De qué me estás hablando?

Otelo.—(A gritos.) ¡¡De los mocos de Cassio, a quien he nombrado capitán de la armada veneciana!!

Desdémona.—(Llorosa.) ¡Mi esposo ha perdido la razón!

Otelo.—(Aparte, desesperado.) ¿Qué hago: la mato o no la mato? No lo acabo de tener claro. La prueba no es concluyente.

(Sale el Criado 2º, con una carta en la mano.)

Criado 2º.—Perdonad la intromisión, señor gobernador. Ha llegado esta misiva urgente para vos de la Señoría de Venecia. (Se la entrega.)

Otelo.—¿Y el otro criado, el de antes?

Criado 2º.—Ha pedido la baja. En lo sucesivo, yo os atenderé.

Desdémona.—Muy bien; podéis retiraros. (El Criado 2º hace mutis.)

Otelo.—(Leyendo la carta.) ¡Cómo!

Desdémona.—¿Qué sucede?

Otelo.—(Angustiadísimo.) ¡Mi cese! ¡Me mandan de vuelta a Venecia, sin cargo alguno!

Desdémona.—(Simpatizando.) ¡Que injusticia!

Otelo.—(Leyendo.) ¡¡Y nombran gobernador en mi lugar...!!

Desdémona.—¿A quién?

Otelo.—¡¡¡A Cassio!!!

Desdémona.—(Aparte.) ¡Vaya!

Otelo.—(Leyendo.) Me ordenan que parta de inmediato, sin perder ni un minuto.

Desdémona.—Pues tendrás que obedecer y salir pitando esta misma noche.

Otelo.—¿Tendré?

Desdémona.—Sí, porque yo no puedo viajar con tan corto aviso. Habré de preparar mi equipaje y, como bien sabes, tengo...

Otelo.—Más de cuatrocientos pares de zapatos, sí.

Desdémona.—Así es que, antes de unirme a ti en Venecia, me quedaré aquí unos días... o semanas para prepararlo todo.

Otelo.—¡Con Cassio de gobernador!

Desdémona.—Supongo que será lo bastante caballero como para dejarme vivir en el palacio el tiempo que me quede.

Otelo.—(Tomando una clara resolución.) ¡Eso sí que no! (Se abalanza sobre Desdémona y comienza a estrangularla.)

Desdémona.—(Casi sin voz.) ¿Qué haces, amado mío?

Otelo.—Lo que tenía que haber hecho antes y me habría ahorrado la conversación de los mocos.

Desdémona.—(Muriendo.) ¡Me ahogo...! Mue... ro.

Otelo.—¡Y que lo digas! (Deja caer el cadáver en el lecho. Se pasea un poco por la escena y prorrumpe en sollozos. Se sienta en el suelo, para llorar más cómodamente.) ¡He matado a mi esposa! ¡He sido deshonrado! ¡He perdido mi empleo! ¡Cassio me ha engañado y será gobernador!

(Sale el Criado 2º con una fuente de fresas.)

Criado 2º.—Creí escuchar, señor, que os apetecían las fresas y os las he preparado. (Mira el cadáver de su ama.) Pero parece que no llego en buen momento. ¿Puedo hacer algo para consolaros de vuestra pérdida?

Otelo.—(Tras una pausa.) ¿Tenemos nata?

 

TELÓN

No hay comentarios: