Gil Vicente

 

          Gil Vicente (1465-1536) nació en Lisboa, en Oporto, en Viana do Castelo, en Barcelos y en Guimarães, si hemos de hacer caso de lo que aseguran en todas esas ciudades.

          Este escritor luso (e iluso, porque pensó que su teatro sería famosísimo en todos los siglos venideros y que nadie se olvidaría nunca de su nombre, como así ha sido) escribió cuarenta y comedias, unas en castellano, otras en portugués, varias en los dos idiomas y otras varias en ninguno de los dos. Su lógica para esto era la siguiente: en una pieza en la que aparecen juntos castellanos y portugueses, cada uno tiene que hablar en su lengua. Su verosimilitud no pasa de ahí, porque hace que todos se entiendan a las mil maravillas. Por ello —y valga el ejemplo explicativo—, en sus obras los burros rebuznan y las ranas croan, como es lo suyo, pero luego las ranas charlan con los burros sin necesidad de intérprete.

          Las comedias las redacta entre 1502 y 1536, lo que da un promedio de una obra y tres cuartos de obra al año. Contando con que eran piezas más bien cortitas, llegamos a la conclusión de que este escritor o bien era un vago redomado o bien tenía pluriempleo.

          Sus comedias se han dividido en varias clases: a) obras llenas de devoción, b) obras sin ninguna devoción, c) comedias, d) tragedias, e) tragicomedias, f), comitragedias, g) farsas, h) obras que no se pueden clasificar y i) obras que sí se pueden clasificar pero que todavía nadie se ha tomado el trabajo de clasificarlas. Su producción es muy variada.

Fue algo así como el dramaturgo oficial en la corte del rey don Manuel y, más tarde, en la de su hijo Juan III, y habló bastante de cosas del mar, que entonces gustaban mucho por allí. También dramatizó historias romancescas, en las que el argumento se le daba ya hecho, evitándose de esta manera tener que inventarlo él.

          La más sacra de sus obras sacras (la más sacrísima de todas) es el Auto de la sibila Casandra (1513), algo radicalmente distinto de lo que se había hecho hasta la fecha, lo cual no dejaba de ser un acto de valor literario.

          La obra es una pugna entre los personajes paganos y los bíblicos, que se disputan el mérito de ser los primeros en engendrar al Salvador. En la pieza aparecen muchos símbolos y también muchas tías de la protagonista Casandra, todas con unos nombres feísimos (Erutea, Cimeria o Peresica), que lían el asunto más que solucionarlo.

          Al final de la obra, Casandra ruega la Virgen el perdón y tanto judíos como paganos se humillan delante del Niño. Luego sale una milicia de caballeros cristianos que invita a todos a irse a la guerra y esto no sabemos realmente a qué viene. Como fuere, los ángeles que están por allí en ese momento se apuntan al combate sin pensárselo ni un minuto.

Para seguir comentando este teatro gilvicentino elegimos la Tragicomedia de don Duardos (1522), en la que el autor hace una sabrosa menestra con los ingredientes más celebrados de su pluma: ritmo marchoso, lirismo eventual, personajes simpáticos, intriga suficiente y psicología aceptable. El truco de Gil es que no hace nada demasiado mal, por lo que el producto final siempre es resultón. En este caso de don Duardos, la obra está francamente de rechupete.

          El personaje de don Duardos quiere que le amen por él mismo y no por sus apabullantes riquezas. Así es que le dice a la princesa Flérida que es un pastor pobre, sin nada que llevarse a la boca más que el caramillo, para tocar en él alguna cancioncilla rústica de vez en cuando. Ella está por los huesos del galán, pero no se decide a entregarse a un villano. Don Duardos ve que su ardid le ha puesto en un callejón sin salida. Si ella no accede a amarle, porque ama más el dinero, él se quedará compuesto y sin novia. Por el contrario, si le tiene que revelar su origen principesco, la despreciará siempre por ambiciosa.

Afortunadamente, ella se salta la torera los convencionalismos sociales y se tira en plancha a los brazos de don Duardos, con lo que el final es feliz (por más que nos quedamos con la sospecha de que ella se ha olido el origen real del otro, porque no es creíble que se pase toda la obra teniendo prejuicios y que se le quiten de un golpe en la última escena).

Junto con el tema principal, hay otro complementario que nos gusta más. Camilote, un caballero salvaje, ama a Maimonda, que es una dama rematadamente fea. Pero a él le parece bella y muere incluso por defender la hermosura de su amada. ¡Así se hace!

          El autor proclama el subjetivismo del amor por primera vez encima de un escenario, porque hasta ese momento todos los galanes y damas se presentaban dotados de cientos de cualidades que justificaban que se les amase mucho. Vicente entendió mejor que otros la naturaleza humana. Si a esto le sumamos que leyó a todos sin imitar a nadie y que en Portugal no había tradición teatral y que él la forjó, es obvio que tenemos razones para darle a este autor unas cariñosas palmaditas en la espalda por lo bien que lo hizo.

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