Si hay alguien que viajó mucho
ése ha sido el Judío Errante,
que lleva dándole al pie
dos mil quince años cabales.
Como nunca ha estado claro
quién es este personaje
y sólo se le menciona
para embellecer las frases,
es necesario dar una
o dos clases magistrales
para explicarle al lector
el CV de este viajante:
de dónde salió, qué hizo,
si vestía impermeable
o prefería el paraguas,
si era del Barça o del Atle-
tico del Madrid o el Betis,
si era Piscis o era Aries
y si viajaba ligero
o cargado de equipaje.
Aprovechando que somos
unos sabios formidables
y muy cultos, contaremos
con sus pelos y señales
las gestas de este individuo
entre místico y mochales,
quien, a causa de un error
en verdad imperdonable,
lleva andando veinte siglos
sin un tirón ni un calambre.
Empecemos. Hubo un hombre
más judío que Cervantes
al que Jesús pidió agua
yendo al Gólgota una tarde;
y el tipo —que se llamaba
Aheverus, el muy cafre—
se la negó con crueldad,
que era un tacaño incurable
que no daba, por no dar,
ni los «buenos días» a nadie.
Y éste fue el error de marras.
Ante actitud tan infame,
el buen Dios le castigó
a no morir ni de cáncer
sino a pasarse los siglos
pendiente del almanaque,
yendo de un lugar a otro,
sin familia, sin compadres,
ni amigos ni conocidos
ni perrito que le ladre,
a vagar hasta el Día de la
Resurrección de la Carne.
(Ahora no nos vendría mal
alguna cita pedante
para dar nivel al verso.
Allá va: Jacob Basnage
—quien, según lo que se dice,
era un autor protestante—
afirma que no hubo uno
sino dos judíos errantes;
y así complica el asunto
de manera detestable
en su obra Historia judaica,
libro que no hay quien lo aguante.)
Seguimos. Según el mito,
Aheverus, el andante,
se recorrió toda Europa
a pinrel, de parte a parte,
y sin nunca envejecer
ni tener que medicarse,
yendo de acá para allá,
desde Turquía hasta Flandes,
de Macedonia a Alemania
y de Finlandia a Alicante.
Sin embargo, ser eterno
no es algo recomendable,
pues se quedó sin dinero
y acabó pasando hambre.
Desempeño mil oficios:
fue cocinero y fue sastre;
dicen que durante un tiempo
se dedicó al espionaje;
fue vendedor de seguros,
guía turístico en los Alpes,
boy en una discoteca,
bufón, bombero y gendarme;
fue macero en un palacio,
vendedor de antigüedades,
buzo, dependiente en una
tienda de libros de lance
y ministro de Luis XV
antes de meterse a fraile.
Durante todo ese tiempo
se apareció en mil lugares:
estuvo en Viena y en Praga,
en Bruselas y en Newcastle,
en París, Leipzig y Munich
y en las islas Baleares
tomando baños de sol
para ver de broncearse.
Los que le vieron dijeron
que era más feo que pegarle
con un calcetín sudado
en la cabeza a tu padre.
Su nariz era ganchuda;
tenía cara de vinagre;
ojos como puñaladas
en un melón, con un parche,
pues era tuerto; el cabello
más pringoso que un jarabe;
las orejas, de soplillo;
los dientes, llenos de caries...
En fin: tenía nuestro héroe
un aspecto presidiable.
Aun así salió en comedias,
en novelas y en romances:
en el Queen Mab, de Percy Bysshe
Shelley; en el Dichtung und Wahrheit,
de Goethe, y hasta en Los fune-
rales de la Mamá Grande,
de ese escritor con bigote
que fue Gabriel García Márquez;
en El inmortal de Borges;
en Dayan de Mircea Eliade
y también... (pero esta lista
se está poniendo cargante
y es hora ya de dejarla,
porque se hace interminable).
Resumiendo, que es gerundio:
la inmortalidad no vale
la pena; sólo está bien
para las festividades,
mas ser eterno del todo
incluso en días laborables
es trabajar demasiado
y sin parar. ¡Que me aspen
si no morirse jamás
y no poder jubilarse,
sino seguir dando el callo,
es una vida envidiable!
Así es, queridos amigos
o enemigos, ya lo saben:
es mejor palmarla pronto
que trabajar mil edades
como le pasa a Aheverus,
que tiene un destino gafe,
pues no se morirá nunca
y ahora curra en un garaje.
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