Mesalina

 


 

Año 43 d. C. Villa de Plinio «el Viejo» en las afueras de Roma. Plinio, de 23 años, escribe. Al poco, sale Lipotimia, esclava.

 

Lipotimia.—Mi señor...

Plinio.—Sí, Lipotimia.

Lipotimia.—Ha llegado la puta siciliana.

Plinio.—(Indignado.) ¡La puta! ¿Cuántas veces tengo que decirte que no emplees esas palabras soeces en mi presencia?

Lipotimia.—¿Cómo tengo que llamarla, pues?

Plinio.—Con algún apelativo más eufemístico. El latín es una lengua muy rica, en la que se encuentran todas las palabras que hacen falta para expresarse con elegancia. Puedes llamarla hetaira, cortesana, prostituta o incluso meretriz.

Lipotimia.—Sí, pero como yo soy únicamente una esclava sin cultura, me es más fácil llamarla golfa, pilingui u horizontal. La puedo apodar de muchas maneras, pero como dirá Shakespeare algún día, puedes llamar a la rosa como te dé la gana, que seguirá oliendo igual. Y esta huele a lo que huele.

Plinio.—¿Quién es ese Shakespeare a quien te refieres?

Lipotimia.—Un escritor que nacerá dentro de unos siglos en territorio de Britania, cuando ya nadie se acuerde de los autores que hoy son el orgullo de Roma.

Plinio.—¿Y cómo posees tú ese dato, si puede saberse?

Lipotimia.—Porque soy muy aficionada a los augurios y a los adivinadores del porvenir. Conozco a uno que es caro, pero siempre acierta. Sin embargo, te recuerdo, mi señor, que la muchacha espera. Y como debe de cobrar por horas...

Plinio.—Es cierto. Hazla pasar.

Lipotimia.—¿Aquí? ¿Al «triclinium»?

Plinio.—Pues claro.

Lipotimia.—¿No estarías más cómodo en tus aposentos íntimos, mi señor? Vamos, yo lo digo porque estas sillas son muy duras.

Plinio.—¡Qué mal pensada eres! No la he llamado para lo que te figuras, sino para hacerle una entrevista, si se deja.

Lipotimia.—¿Una entrevista? ¿Y qué le piensas ver que ella no se quiera dejar ver?

Plinio.—En una entrevista no se trata de ver, sino de preguntar. Ha sido testigo de un hecho que permanecerá en el recuerdo y yo, como historiador que soy, quiero saber los detalles, todos los detalles, hasta el más mínimo detalle.

Lipotimia.—La haré pasar. (Pega un fuerte silbido y grita.) ¡¡¡Scila!!! ¡Entra de una vez! ¡Mi señor está listo para recibirte!

(Hace mutis.)

Plinio.—(Aparte.) Esta falta de distinción de mis esclavos está rozando los límites de lo tolerable. Tengo que hacer algo al respecto. Pero no voy a ponerle un profesor de protocolo y buenas maneras a mi esclava; sería una estupidez mayúscula y todos mis amigos se reirían de mí.

(Sale Scila. Por su vestimenta y su excesivo maquillaje se nota que es una profesional del amor. Es joven y muy hermosa, pero viene con ojeras y cara de cansancio.)

Plinio.—Tú debes de ser Scila. ¡Bienvenida a mi hogar! Ponte cómoda.

(Antes de que Plinio pueda impedirlo, Scila se despoja de la túnica y queda como Júpiter la trajo al mundo.)

Scila.—Por mí, ya está. ¿Empezamos?

Plinio.—(Sorprendido.) ¿Cómo?

Scila.—¿O nos quitamos de encima primero el tema de mis emolumentos, algo que siempre resulta embarazoso?

Plinio.—No, querida, no me has entendido bien. No es para esto para lo que te he mandado llamar.

Scila.—Pues de canguro ya no hago. Tuve una mala experiencia con unos niños patricios y ya no...

Plinio.—No me he explicado bien. Requiero tus valiosos servicios en tu calidad profesional, pero no para un intercambio carnal, ni siquiera para toqueteos.

Scila.—¿Eres de esos a los que les gusta que les peguen una paliza de padre y muy señor mío? Porque eso lo cobro aparte.

Plinio.—Tampoco. Lo único que quiero son respuestas. Yo te contrato por dos horas, te hago preguntas, tú me respondes, yo te abono con generosidad y con varios sestercios de propina tus honorarios y los dos quedamos tan contentos.

Scila.—Te conformas con bien poco; pero si es tu gusto...

(Se sienta.)

Plinio.—Puedes vestirte, si lo deseas.

Scila.—No: este es mi uniforme de trabajo y me ayuda a concentrarme. Tú dirás. Por cierto, ¿cómo te llamas?

Plinio.—Todos mis lectores me conocen como Plinio «el Viejo».

Scila.—¡Pero tú no eres viejo!

Plinio.—¡Eso les digo yo! Pero se han empeñado en llamarme así para diferenciarme de mi sobrino y tocayo Plinio, al que llaman Plinio «el Joven».

Scila.—¿Y cuál es tu nombre real?

Plinio.—Cayo Plinio Secundo.

Scila.—¿Y el de tu sobrino?

Plinio.—Cayo Plinio Segundo también. De ahí la necesidad del mote.

Scila.—¡Hum! Cayo Plinio Segundo, ¿eh? Es muy largo: te llamaré Cayoplí. Resulta más íntimo. Y como apunto el nombre de mis clientes en un diario, procuro que todos tengan un diminutivo cariñoso.

Plinio.—Haz como te plazca. Por cierto, me gusta mucho tu nombre: Scila. Es muy clásico.

Scila.—Sí, es de Homero. Aparece en la «Odisea». Es el de un monstruo que se tragaba enteritos a los hombres que tripulaban los barcos que pasaban por el estrecho de Mesina. Como sabes, yo soy siciliana y mi nombre de trabajo es una alusión culta a mi capacidad laboral.

Plinio.—¿Lo de tragarte hombres, quieres decir?

Scila.—Obviamente. Pero, volvamos a lo que me ha traído aquí. ¿Qué quieres saber?

Plinio.—Pues los pormenores de tu competición de ayer.

Scila.—¿Mi duelo con la emperatriz Mesalina?

Plinio.—Claro.

Scila.—Fue algo tremendo. Y muy violento para mí, puesto que perdí la apuesta.

Plinio.—Cuenta.

(Plinio toma notas de lo que Scila le va diciendo.)

Scila.—Ya sabes que nuestro emperador Claudio, que Apolo guarde, no ha tenido excesiva suerte, que digamos, con su tercera esposa. Mesalina, a decir de algunos, es excesivamente lujuriosa y nada puede saciar sus deseos: ni el muy satisfactorio lesbianismo ni los aparatos artificiales ni siquiera el apareamiento con animales.

Plinio.—¿Y quién dice eso?

Scila.—Algunos. La mayoría de los que la conocen. Bueno..., en realidad, todos los que conocen.

Plinio.—Prosigue.

Scila.—En secreto, nuestra emperatriz suele disfrazarse y acudir a cierto lupanar del barrio de Subura donde tiene un cuarto reservado. Se pinta los pezones con purpurina y se ofrece a los clientes bajo el nombre de Lycisca, que significa, muy adecuadamente y como bien sabes, «mujer-loba». Al amanecer, acompañada de una fiel criada, regresa a palacio y Claudio, el muy tonto, ni se entera.

Plinio.—¿Y aseguras que esto es un secreto?

Scila.—Es uno de esos secretos que conocen hasta los niños antes de nacer.

Plinio.—¿Y eso lo hace por perversión?

Scila.—¡Oh, no, Cayoplí! Lo hace por necesidad. Mesalina no es una tal y una cual, simplemente es apasionada y posee una naturaleza fogosa. Padece de la enfermedad conocida como «amorem flagrantissimum» y que consiste en ser como las gallinas, pero sin proponértelo.

Plinio.—Ya lo veo.

Scila.—Sus deseos innatos son tales que, en ocasiones, al regresar a sus aposentos tras toda una noche trabajando a destajo, se siente aún con fuerzas para despertar a Claudio de su pesado sueño y pedirle que juegue con ella a los dados desnudos.

Plinio.—¿Los dados desnudos?

Scila.—Sí, es un juego muy divertido: quien pierde se va quitando prendas y...

Plinio.—Me hago una idea. Prosigue tu relato.

Scila.—Mesalina no es mala. Bien es cierto que después de disfrutar con actores, gladiadores, esclavos y gentuza de otras profesiones, ha de mandar asesinarlos, pero, ¡claro!, no los va a dejar con vida para que se chiven al Emperador.

Plinio.—Claro que ¡claro! Pero, ¿cómo consigue justificar esas muertes de sus fortuitos amantes?

Scila.—Muy fácilmente. Como Claudio es famoso por su mala memoria, le hace creer que las sentencias de muerte las ha firmado él mismo, solo que no se acuerda.

Plinio.—¡Vaya!

Scila.—Una vez casi se mete en un lío, porque mandó escabechinar a un embajador y la broma casi nos cuesta una guerra.

Plinio.—¡Por Rómulo y la loba que la amamantó!

Scila.—Como fuere: para inmortalizar su don, por así llamarlo, porque todos queremos alcanzar la fama en este mundo y ella no sirve para ninguna otra cosa, Mesalina decidió retar al colectivo de las prostitutas de Roma a un concurso de resistencia.

Plinio.—¿Y tú fuiste la representante del gremio?

Scila.—Puedo declarar con orgullo que pasé con honores todas las rondas preliminares y que, en la semifinal, saqué mucha ventaja a mi rival. En mi barrio me jalearon y, cuando me dirigí al lugar del desafío, me despidieron con pancartas.

Plinio.—Pero Mesalina te venció.

Scila.—(Echándose a llorar.) ¡Nunca me lo perdonarán! Mis hermanas de profesión ya no me hablan, pues creen que las he deshonrado para siempre.

Plinio.—Cálmate y cuenta. ¿Seguro que no quieres vestirte? No vayas a coger frío.

(Le da un pañuelo y Scila se suena ruidosamente.).

Scila.—(Gimoteando aún.) Estoy bien, gracias. Pues, como te decía, buscamos un sitio adecuado, hicimos entre la aristocracia romana una selección de colaboradores, por así llamarlos, buscamos jueces imparciales y comenzamos el desafío.

Plinio.—¿Y bien?

Scila.—(Llorando de nuevo.) ¡Un desastre! Fueron pasando por turno los jóvenes patricios mientras los jueces los iban contando y yo, de resultas del esfuerzo, empecé a sudar como un pato. ¡Menos mal que tenía al lado a un esclavo provisto de una esponja, que me adecentaba de vez en cuando!

Plinio.—Te agradeceré mucho que me ahorres los puntos escabrosos y escatológicos.

Scila.—(Con un punto de desilusión en la voz.) ¡Y yo que creí que a los historiadores les gustaban los detalles!

Plinio.—Concluye.

Scila.—No hay mucho más que contar. Lo que hacen los hombres y las mujeres es siempre muy parecido. Yo, al principio, estaba muy confiada en mis capacidades. Aquel desafío no era difícil: solo se trataba de echarle horas al asunto. Pero al llegar a mi muchacho número veinticinco, ya no pude más. Estaba exhausta: solo quería irme a mi casa...

Plinio.—(Adelantándose.) ... y coger la cama, ¿no?

Scila.—¡Pues no! ¡La cama precisamente, no! Quería descansar, pero preferiblemente de pie.

Plinio.—¿Y Mesalina?

Scila.—Pues esa es la cosa. Que Mesalina seguía y seguía. Continuó impertérrita hasta el amanecer. Nadie se lo podía creer. Cuando iba por los setenta y ya había ganado, por lo que no necesitaba seguir, se declaró insaciada e insistió en continuar. Nadie se atrevió a impedírselo. Uno de los jueces dijo que, al romper el día, había llegado a acomodar hasta doscientos jovenzuelos; otro, afirmó que había perdido la cuenta de los que habían entrado y se habían salido; otro se durmió. Pero todos estuvieron de acuerdo en afirmar que me había vencido por goleada.

Plinio.—¡Vaya, vaya!

Scila.—Esa mujer debe de tener las entrañas revestidas de acero, pues, de otro modo, no se entiende. Los jueces la declararon vencedora absoluta y prepararon para ella una corona de laurel. Todos los presentes esperaron pacientemente a que se lavara y vistiera, y, cuando salió del aposento, la recibieron con una ovación que ni a los tres tenores.

Plinio.—No sé a qué te refieres, pero da igual. ¿Pronunció algún discurso cuando la coronaron?

Scila.—Discurso, no. Solo unas palabras. Le preguntaron cómo se sentía y contestó: «Lassata, sed non satiata»: cansada, pero no satisfecha.

Plinio.—¡Por rejúpiter capitolino!

Scila.—Esta es la narración entera de mi derrota. Espero que, al menos, te sirva para tus escritos.

Plinio.—Descuida. Incluiré este episodio en la magna obra que proyecto, «Historia naturalis», por más que esta historia sea, más bien, «antinaturalis».

Scila.—Tú lo has dicho.

Plinio.—(Levantándose.) Muchas gracias. Tu relato me ha sido muy útil. Estoy impaciente por ponerme a escribir todo lo que me has revelado. Puedes marchar cuando quieras.

(Le da una bolsa con monedas.)

Scila.—(Tras una pausa. Con voz melosa.) Cayoplí...

Plinio.—¿Qué?

Scila.—Yo, aunque derrotada en la lid amorosa, soy una profesional como la copa de un pino y aún nos queda hora y media, según lo que me pagas. No me gusta dejar de cumplir con mi obligación. No me sentiría bien conmigo misma.

Plinio.—(Tras pensárselo unos instantes.) ¡Qué canastos! ¡La historia de Mesalina ya la escribiré otro día, cuando tenga tiempo!

Scila.—¿Estás seguro?

Plinio.—¡Y tanto! ¡Aún soy joven!, digan lo que digan mis lectores.

 

TELÓN

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