Guillén de Castro

 


 

    Sobre don Guillén los especialistas dicen cosas diversas. Unos aseguran que estaba siempre a la cuarta pregunta; otros afirman que no, que tenía un buen gato bien guardado, pero que le gustaba quejarse de pobre para que los impresentables de sus amigos no le dieran sablazos. Eso es una cuestión sin resolver que sigue intrigando a los historiadores.

    Claro que el asunto no tiene nada que ver con su calidad literaria, que está fuera de toda duda, como lo prueba el hecho de que autores franceses —como Corneille— le plagiaron sus obras; y de los franceses se puede decir todo lo que se quiera, pero algo está claro: tontos no son y no iban a copiar a un autor de segunda fila.

Castro perteneció a la academia literaria valenciana de los «Nocturnos», donde los miembros se recitaban larguísimos poemas unos a otros mientras mojaban fartons en horchata. De ahí salieron grandes escritores, de esos que solo entran tres en una docena.

    Nuestro autor recibió el influjo de Lope de Vega, que se dejó caer durante una temporada por la ciudad del Turia, donde el clima era siempre bastante mejor que en la Corte. Fue amigo del «Fénix de los Ingenios» y siempre le dejaba ganar cuando jugaban juntos al julepe. Pero no hay que ver a Castro como un imitador de la comedia lopesca, no; el hombre tuvo su propia personalidad comediera y aportó cosas de enjundia al teatro.     Veamos por qué fue famoso.

    En segundo lugar, este autor se caracteriza por la recreación de personajes. (No se ha perdido ningún párrafo. Empezamos por el segundo punto, en vez de por el primero, para dar un poco de animación y originalidad de este artículo, que nos está quedando un poco plúmbeo). Tomó muchos de aquí y allá, principalmente del Romancero, e hizo con ellos lo que quiso (todo cosas honradas, se entiende), como ponerlos en escena y rellenar con ellos los huecos de sus historias para darles coherencia. De esta manera, compuso obras como El conde Alarcos (1600), El nacimiento de Montesinos (1599) o El conde de Irlos (1605), argumentos que ya estaban contados en los romances del año de Maricastaña.

    En primer lugar, Castro es muy gracioso (él no, nos referimos a sus textos; él no podía ni contar un chiste sin que a sus oyentes les entrase congoja). Sin embargo, en sus obras casi nunca aparece la figura de donaire, lo que es más que suficiente como para reconocer la comedia como suya.

    Los temas son tipiquísimos, pero Castro hace un buen uso de ellos. El honor, la lealtad y la fidelidad al monarca de turno son las claves de sus argumentos y a nosotros nos parece muy bien, porque nos gustan esas historias. Una de las tramas más generalizadas es la de la infidelidad conyugal, lo que ha llevado a muchos maliciosos a decir que quizá la señora de Castro le hizo alguna que otra jugarreta, encamándose con los colegas de Guillén que iban por su casa, fuesen «Nocturnos» o no.     Como el tema adulterino se mezcla en muchas ocasiones con el de si te puedes o no fiar de los amigos, esa tesis cobra fuerza.  (Castro se casó en segundas noticias con doña Ángela María Salgado, treinta y dos años más joven que él y, según los historiadores, de temperamento frívolo. No hacemos comentarios.)

 

Son muchos los personajes de Castro —masculinos, femeninos y de cualquier otra variedad— que se hallan descontentos con su situación amorosa, bien por celos o por desdenes. Su comedia arquetípica Los malcasados de Valencia (1595) trata de... bueno, ya ustedes se lo pueden imaginar. En El caballero perfecto o El perfecto caballero (1610) —porque no acabamos de aclararnos sobre cuál es el título exacto, ya que cada libro lo cita como le da la gana— y en otras muchas comedias pasa tres cuartos de lo mismo.

    Una tercera clave es su gusto por el «happy ending». Incluso en El conde Alarcos, después de que en la escena del banquete el personaje de la infanta mande servir el corazón del niño a sus padres para que se lo coman encebollado sin sospecharlo, el autor se las apaña (no sin dificultad) para que la obra acabe bien y los espectadores salgan contentos del corral (de comedias).

    La obra más conocida de don Guillén es Las mocedades del Cid (1605), porque la cogió Corneille para usarla él, como ya hemos dicho. Es un pastiche elaborado a base de poner un romance detrás de otro, lo que constituye una relación de las hazañas de Rodrigo Díaz que se lee bastante mejor que los libracos de don Ramón Menéndez Pidal, para ser sinceros.

    El Cid es aquí un héroe con toda la barba (nunca mejor dicho), una especie de Superman medieval que hace siempre lo que tiene que hacer, de puro bruto. Su anciano padre, ofendido por una soberbia bofetada que le ha dado el padre de doña Jimena, va mordiéndoles los dedos a sus hijos para ver cuál tiene más mala uva de todos. Su objetivo es que uno de ellos vengue la ofensa que le han hecho, porque él ya no está para esos trotes. Los hijos mayores, al ser mordidos, se limitan a chillar, a llorar como señoritas y a ponerse mercromina.     Cuando le llega el turno a Rodrigo, este, al recibir el paternal bocado, le dice a su padre que, si no le suelta, olvidará el respeto que le debe y le pegará un mamporro que lo dejará bizco del derecho. El padre se entusiasma con este brío castellano y le endilga a Rodrigo la tarea ingrata de matar al malo, encargo que el hijo no tiene más remedio que aceptar, aunque ello le suponga renunciar a las voluptuosidades que doña Jimena le proporciona cuando pelan la pava juntos. Pero el deber filial es el deber filial y ya sabemos que el Cid es un filio ejemplar.

    Esta es la clave de la obra: que Rodrigo no es solo el amante de Jimena, sino que también es buen hijo, buen vasallo, buen guerrero y buen cristiano, aparte de saber bailar el tango y hacer tiramisú, que es dificilísimo. La ejemplaridad del héroe es lo que Castro nos vende en su trama, que tiene una continuación: Las hazañas del Cid (1615), en la que el protagonista ya está más viejecito, pero sigue siendo igual de matón.

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