Alfabética mente

 


Empezaré diciendo que hay algo mucho peor que el orden alfabético.

Es el desorden alfabético.

Antaño, en las bibliotecas de los monasterios, por ejemplo, conservaban los libros ordenados como les daba la gana. El hermano bibliotecario tenía sus simpatías y dejaba más cerca aquéllos que él mismo consultaba más a menudo o los que más le pedían (para no tener que ir muy lejos a traerlos). Él se entendía. Entonces se moría inesperadamente y el siguiente bibliotecario no encontraba el volumen que le pedían. Se aseguraba entonces que aquello era una jugarreta del demonio y con esa explicación todos quedaban tan contentos.

El desorden alfabético es especialmente poco recomendable para los listines telefónicos.

Bien es verdad que este desorden es más revolucionario. Pero, a la larga, cansa.

Yo creo firmemente en la utilidad del orden, pues permite la elaboración de índices. Y los índices, créanme, son muy útiles. Sirven para encontrar un dato concreto en un libro sin tener que leérselo, lo cual suele ser una ventaja.

Si buscas información, por ejemplo, sobre un autor zurdo y te enfrentas a una Historia crítico-exhaustiva de la literatura universal en veintiocho tomos, te viene muy bien la existencia de índices. Te vas al «Índice onomástico de autores zurdos» y hallas lo que buscas sin pérdida de tiempo.

Yo creo que el orden alfabético está poco utilizado. Si fuera un mandamás del mundo, lo impondría en muchas esferas de la vida.

En el mercado, sin ir más lejos.

Sí, porque a veces tengo que comprar, por ejemplo, una variedad de leche infantil enriquecida con minerales y no sé si ir a la tienda de comestibles o a la farmacia. Y el papel de lija, ¿dónde se compra? ¿En una droguería o en una ferretería? Tales dudas se plantean. Así es que si las cosas que se venden estuvieran clasificadas por orden alfabético, esto no ocurriría. Habría comercios en donde se venderían todo tipo de artículos cuyos nombres empezaran con letras de la A a la D, por ejemplo; en otros, de la D a la F y así sucesivamente. Las compras serían más fáciles.

Y esa pregunta que hacemos de vez en cuando a nuestros conocidos de «¿Tus hermanos son mayores que tú?» también se evitaría si todos los padres clasificaran alfabéticamente a sus hijos. El primero tendría un nombre que empezara con A. El segundo, con B; el tercero, con C. Sabríamos así la jerarquía de los hijos sin tener que preguntar.


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