Allá en el siglo quinto
antes de Jesucristo (y Recesvinto)
hubo un gachó ateniense
más nefasto y siniestro que un forense:
Alcibíades Clinias,
gran experto en ruindades e ignominias,
sobrino de Pericles
y muy aficionado a comer chicles.
Gobernó algunos años
comprándose el Senado y sus escaños,
subiendo los impuestos
y haciendo mil chanchullos deshonestos,
trampas y corruptelas,
que estaba el pueblo que echaba las muelas,
por lo que cualquier picia
del dictador se convertía en noticia.
Atenas y sus gentes
Estaban todo el día muy pendientes,
comentando en corrillos
como el prócer llenaba sus bolsillos
con el público erario,
sin dar ni golpe, como un funcionario,
pues le daba lo mismo
hacer cohecho, blanqueo, nepotismo,
fraude documental,
malversación o estafa judicial.
Harto del cotilleo
—pues todos le decían algo feo
y miraban con lupa
su gobernanza (cosa que hace pupa)—,
El hombre se propuso
dejar a todo el personal confuso,
distraer su atención
para que no le dieran el tostón.
El prócer compró un can,
que un perro hay que comprarlo: no los dan,
que, pese a ser muy chico,
le costó siete mil dracmas y pico.
Tenía un rabo magnífico,
que era mucho más cool que un frigorífico;
un rabo muy frondoso
por el que estaba el can muy orgulloso
y al que movía con gracia,
por ser un perro de la aristocracia.
Su amo le dio empleo,
porque sacó a su perro de paseo
y lo vio toda Atenas
y le dieron cine mil enhorabuenas
por apéndice tal,
que realzaba el valor del animal.
Así estaban las cosas,
cuando dio a aquellas gentes tan chismosas
sustancioso motivo
que aumentó el cotorreo colectivo:
a su perro distrajo
y el rabo le cortó de un solo tajo,
con lo que el bicho, herido,
gritó una palabrota en un ladrido,
pues la caudectomía
duele (por si el lector no lo sabía).
Cuando aquello se supo
y el populacho comentaba en grupo
—desde el anciano al nene—
la causa del insólito cercene,
un famoso cotilla
—que era su amigo solo de boquilla—
fue a Alcibíades con una
pregunta sobre aquella acción perruna:
«¿Por qué cortaste el rabo,
haciendo a tu mascota menoscabo?»
Y contestó el político,
con un adagio que se ha vuelto mítico:
«Si hablan sobre mi perro,
no me llaman granuja ni gamberro;
piensan en lo anecdótico
sin ver que mi gobierno es muy despótico;
dicen que estoy muy loco
y en cómo va el país se fijan poco;
compadecen al chucho
y yo me libro y luego me río mucho;
mientras me vituperan,
yo robo a espuertas y ellos no se enteran.
Las cortinas de humo
resultan útiles en grado sumo;
la política, en breve,
consiste en engañar siempre a la plebe
y vale cualquier treta
que te haga ganar una peseta».
Así habló el líder greco
que, en cuanto a lo del perro, se hizo el sueco.
* * *
Esta anécdota antigua
—cuya interpretación no es nada ambigua—
me produce cabreo
y me deja el derecho al pataleo,
pues si aquel gran tirano
de proceder tan bajo e inhumano
tenía tanto empeño
en cortar cosa de que fuera dueño,
en lugar del rabito
de aquel can inocente, ¡pobrecito!,
se podía haber cortado
algo que yo le hubiera mencionado.
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