Hablaremos un ratito
de Tomás de Torquemada,
un presbítero español
con su barbita de cabra,
calvo y de nariz ganchuda,
que quemó gente a mansalva,
no debido a que la leña
estuviese entonces cara
e inaccesible al bolsillo
de la gente (que lo estaba),
sino por otra razón
poderosísima, que era
que estaba como una cabra
y quería castigar
a esas personas tan malas,
a esos seres tan abyectos
que pensaban cosas raras,
contrarias precisamente
a lo que Tomás pensaba.
Estuvo un tiempo en la Uni-
versidad de Salamanca
sin asistir ni a una clase
(porque si iba, bostezaba
sin pararse ni un momento
y enseguida le expulsaban).
Pasó aquel tiempo tocando
la bandurria y la guitarra
en la tuna y dando saltos
de esos que dejan sin habla.
Como era de una familia
de la nobleza más rancia,
se acostumbró a descansar
y a no dar un palo al agua,
por lo que cuando llegó
esa hora señalada
de elegir cualquier oficio
con que ganarse las habas,
como de hacer un trabajo
tenía muy pocas ganas,
eligió hacerse prior
del convento de la Santa
Cruz la Real de Segovia
y no tener que hacer nada.
Al cabo de algunos años,
aprovechando la estancia
en Sevilla de la reina,
mandó a Isabel una carta
con buena caligrafía
en donde le revelaba
que había muchos conversos
en Jaén, Córdoba y Málaga
que eran más falsos que Judas
—ya saben: el de las barbas
pelirrojas, en el que
escupe la gente honrada—,
que decían ser cristianos
pero en cuanto merendaban
se volvían más sionistas
que el Judío Errante de marras.
Como no era de recibo
que los hebreos tomaran
el pelo a la Cristiandad
así, con toda su cara,
era preciso hacer algo,
era urgente darles caña.
A Isabel, que a más de ser
aburrida, era fanática,
eso le pareció bien
y mandó que se creara
—sin perder nada de tiempo
en bobadas burocráticas—
el Tribunal de la Inqui-
sición con bula del papa,
para perseguir a aquellos
conocidos por sus napias,
que era el signo distintivo
de su origen y su raza.
Ahora bien, ¿a quién poner
al cargo de ello? Hacía falta
encontrar sin perder tiempo
a un hombre de confianza.
¿Y quién mejor para el puesto
que quien dio la chivatada?
Para nuestro dominico
el empleo era una ganga,
porque le daba poder
sobre todos los pelanas
del reino, influjo en la corte
y vacaciones pagadas
en un hotelito de
la costa mediterránea
donde podía pasarse
todo el día bebiendo horchata,
jugando al tute arrastrado
y bañándose en la playa.
Fue inquisidor general
hasta que se murió en Ávila
quince años después, después
de hacer mil barrabasadas,
de arrancar pieles a tiras,
romper huesos, quemar caras,
cortar narices, poner
ojos a la funerala,
propinar tundas, palizas,
zurriagazos y somantas,
y a los presos más culpables
recitarles en voz alta
fragmentos de libros de
Ruiz Zafón y Antonio Gala,
los tormentos más crueles
que pensó la mente humana.
De todas sus actuaciones,
sin duda la más sonada
fue la muerte del llamado
Santo Niño de La Guardia.
Se dijo que los judíos
—gentes la mar de malvadas—
mataron a un niño y se
lo comieron con patatas.
No existía ninguna prueba,
mas no hacía ninguna falta
porque al buen entendedor
pocas palabras le bastan.
Él buscaba un buen pretexto
para mandar a hacer gárgaras
a los judíos y esta historia
le vino que ni pintada
a Tomás para dictar
el Edicto de Granada,
que ordenaba la expulsión
de los judíos de España
sin darles siquiera tiempo
ni para darse de baja
en el recibo del gas,
ni el de la luz ni el del agua.
¿Qué más hizo este señor
para labrarse la fama
de la que ha gozado desde
su tiempo hasta ayer mañana?
Se cuenta que era piadoso,
excepto que le importaba
la religión dos pimientos
y un tomate de ensalada.
Dicen que era muy austero,
aunque también que moraba
en palacios tan lujosos
que te tiraban de espaldas,
que viajaba acompañado
de más de trescientos guardias
y que se guardaba siempre
las riquezas confiscadas
a sus víctimas (que ellas
ya no podían disfrutarlas).
Pero una cosa es verdad
aunque parezca patraña,
la han contado los biógrafos
y hay que saber valorarla:
nunca en su vida usó lino
para la ropa de cama,
lo cual es prueba evidente
de la bondad de su alma.
Torquemada fue muy hábil
elaborando ordenanzas,
porque mandar y dar órdenes
le era actividad muy grata.
Hizo de la Inquisición
un cuerpo de vigilancia
que funcionaba muy bien,
una institución muy rápida
a la hora de juzgarte
y hacerte estirar la pata,
y ante cuyo solo nombre
—si alguno lo mencionaba—
se le ponían a los hombres
dos bultos en la garganta.
Fue una agencia de espionaje
perfectamente entrenada
para acabar limpiamente
con quien se considerara
que se apartaba del dogma
aunque fuera una pulgada.
A Tomás le adjudicaron
varias terribles metáforas:
«martillo de los herejes»,
«horma de brujos», «tenaza
de infieles», «ira del cielo»,
«gran protector de la patria»,
«relámpago de virtud»
y muchas otras chorradas.
Como culmen de su obra
hizo una cosa que estaba
muy de moda en aquel tiempo:
ordenó que se buscaran
por conventos y otros sitios
todas las obras paganas
—ya fueran romanas, árabes,
griegas o mesopotámicas—
y después que hubo formado
con ellas una montaña,
a todos esos tesoros
hizo pasto de las llamas,
mientras que él, entre tanto,
sentado en una butaca,
contemplaba el espectáculo
de manera relajada,
comiéndose una paella
cual si estuviera en las Fallas.
Resumiendo, que es gerundio,
que ya el poema se acaba:
este clérigo fue el santo
patrón de la contumacia
que abrasó a diez mil señores
y les dio torturas varias
a otros cien mil, lo que es ser
un modelo de eficacia.
Disfrutó un montón haciendo
esas públicas fritadas
con todas aquellas gentes
que tuvieron la desgracia
de no ser cristianos viejos
o ser de la grey judaica.
Impulsó mucho las ventas
de ataúdes y mortajas,
con los pelos de sus víctimas
mandó que hicieran bufandas
e hizo triturar los huesos
de aquellas pobres piltrafas
haciendo un cemento que
vino bien para hacer casas
baratas y rellenar
los huecos de las murallas.
Fue un experto en hacer pupa,
porque si te descuidabas,
en menos que canta un gallo
te cortaba en rebanadas
o te encerraba sin darte
comida hasta que quedabas
del todo seco y con me-
nos carne que un telegrama.
Y dicen las malas lenguas
que, al fin, mientras te quemaba
en esos actos de fe
en medio de cualquier plaza,
daba vueltas a tu pira
feliz, baila que te baila,
y se lo pasaba en grande,
diciendo «¡que no decaiga!»
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