Julio César en Egipto

 


JULIO CÉSAR EN EGIPTO

(Giulio Cesare in Egitto, 1724)

Música: Giorg Friedrich Händel

Libreto: Nicola Francesco Haym

 

 

Alejandría. Año 47 a. C. aproximadamente. Salón en el palacio real egipcio. Ptolomeo XIII, su hermana Cleopatra y Julio César, repantingados en tumbonas, beben y disfrutan, los dos primeros porque son reyes y no trabajan, y César porque se ha cogido unos días moscosos y tiene a sus tropas descansando. Uno de sus capitanes, Quinto Sexto, está allí al quite, por si le necesitan.

 

Ptolomeo.—¡César, tengo un regalo para ti!

César.—¡Qué bien! ¡Me encantan los regalos!

Ptolomeo.—Es una muestra de nuestro afecto personal y un detalle para estrechar aún más si cabe las relaciones entre nuestros dos pueblos.

César.—Valoro el gesto.

Cleopatra.—¡Lo del regalo ha sido idea mía!

Ptolomeo.—¡Ha sido mía!

César.—Dejad de pelearos, ¡por los dioses! Vuestra mala relación es lo único desagradable de este país.

Quinto.—Claro está, si dejamos a un lado el asfixiante calor, los pertinaces mosquitos, las recurrentes epidemias, la intensa hambre, las sangrientas revueltas, las políticas tensiones, los frecuentes asesinatos habituales, las abundantes serpientes y los innumerables otros endémicos males.

César.—¡Ay, Quinto Sexto, no seas aguafiestas! Y corrige esa costumbre tuya de anteponerle un adjetivo obvio y redundante a todo lo que dices. ¡Es insufrible! (A Ptolomeo.) Tiene esa manía e igual viene y me dice «Augusto César: es la precisa hora de la nutritiva comida y la cuadrada mesa está servida» que me despierta por la mañana con la frase «El luminoso sol ha salido por el lejano horizonte y tu equino caballo te espera para que des inicial comienzo a la bélica batalla contra los salvajes bárbaros. ¡Quieran los divinos dioses que obtengas una triunfante victoria que te dé renombrada fama en el futuro porvenir!» (Ptolomeo ríe.)

Quinto.—(Aparte.) Esta despreciable gentuza no aprecia los sutiles matices de la literaria retórica!

César.—Retomemos nuestra conversación. ¿De qué hablábamos?

Cleopatra.—(Con patente desprecio.) De que mi hermano y esposo me arrebata mis méritos. Yo sola elegí para ti un regalo que te hará muy feliz.

Ptolomeo.—(A Cleopatra.) ¡Aparte de tonta, eres una redomada mentirosa!

Cleopatra.—(A Ptolomeo.) ¡Tú más!

Quinto.—(Aparte.) Estos dos reinantes monarcas se comportan siempre como infantiles niños.

Cleopatra.—Insisto en que se tenga en cuenta que fue idea mía.

César.—Estoy impaciente por ver qué me habéis comprado.

Ptolomeo.—Esto... bueno: lo que te vamos a entregar no lo hemos comprado.

César.—Entiendo. ¿Es algo que habéis hecho con vuestras manos? Eso tiene mucho más mérito.

Ptolomeo.—Con las nuestras no, exactamente.

Cleopatra.—Ha sido un encargo.

César.—Bien, da igual. Decidme, ¿qué es? La impaciencia me devora.

Cleopatra.—Luego te lo entregaremos. Antes disfruta con el número que he preparado personalmente en tu honor.

(Cleopatra da unas palmadas y salen unos Músicos egipcios que tocan diversos instrumentos.)

Ptolomeo.—Los músicos esperan complacerte con el encanto insigne de su arte. Cantan en latín, para que lo aprecies mejor.

César.—Agradecido por el detalle. ¿Cómo se llama el grupo?

Cleopatra.—«Aves de Ameniphi».

Quinto.—(Aparte.) ¡Que nombre tan cursi y repipi!

Cleopatra.—¡Ya verás que letra más bonita tiene la canción!

Músicos.—(Cantando.)   «¡Gloria a Julio César!

Oíd los aduláticos loores

las nemias, ovaciones y epicedios,

sus encomiosas loas y asteísmos,

su rumbo, vastedad y su filautia,

su pavonada y jáujica erudicia,

su fililí, su pesquis y su péname,

su caletre, chirumen y su agílibus,

su quillotro, su gancho y su lilaila,

su pátina, su jacio y cancamusa.»

(Cesa la música y hay una pausa. Julio César y Quinto Sexto se miran, extrañados.)

César.—De entre todo este canto en mi honor, juro por Zeus, que no he entendido nada.

Músicos.—(Cantando.) «¡Gloria a Julio César!

Oíd sus rendibúes y sus lachas,

su dengue, su enderezo y su puntillo,

su crema, su prebéndica sandunga,

su gran reciura y sus proceridades,

su acucia, su puja y su conato,

su patarata y su recancanilla,

su anagogía, espolio y sus jangadas,

su facundia y lisura, su parola.»

César.—(Ya francamente cabreado.) ¡Por Baco! ¿Es esa forma de cantar loores? (La emprende a patadas con los Músicos y los va sacando así de la escena.)

Músico 1º.—(Aparte.) ¡Qué mal genio tienen estos romanos!

Cleopatra.—Nos entristece que no te hayan complacido los cantos. Te traeremos ahora el regalo, para volverte a poner de buen humor.

César.—Sí, será lo mejor.

(Cleopatra da palmadas y entran dos Esclavos con un cesto que depositan en el suelo, tras lo cual hacen mutis.)

César.—(Contento.) ¡Un cesto! ¿Me habéis tejido un cesto?

Quinto.—(Aparte.) ¡Vaya una asquerosa porquería de obsequiante presente!

César.—Me gustan mucho las manualidades. Yo mismo tejo jerséis en mis ratos libres. Bien es verdad que siempre me salto algún punto y que las sisas me quedan muy holgadas, pero aprecio vuestro esfuerzo en lo que vale. Además, me será muy útil para meter cosas. Mi tienda de campaña es una leonera. (Se dirige hacia el cesto.)

Ptolomeo.—El regalo no es el cesto.

César.—(Deteniéndose.) ¿Ah, no?

Ptolomeo.—Mirad dentro.

César.—(Ilusionado.) ¿Lo habéis llenado de cosas? ¡Mucho mejor!

Quinto.—(Muy serio y sin poder contenerse.) ¡César, no seáis imbécil!

César.—Perdona: ¿cómo has dicho?

Quinto.—(Acercándose a César y hablándole al oído.) Quiero decir... sin faltaros al honorable respeto, por supuesto, que tengáis precavido cuidado al acercaros a ese mímbrico cesto. Puede haber dentro algo desagradable.

César.—(Aparte, a Quinto.) ¿Cómo qué?

Quinto.—(Aparte, a César.) Pues... un serpentino áspid, por poner un ejemplificante modelo.

César.—(Aparte, a Quinto.) ¡Bobadas! Estoy bien seguro de la amistad de estos dos reyezuelos. (Alto.) ¡Voy a abrir mi regalo!

Ptolomeo.—Seguro que te hará mucha ilusión.

(César destapa el cesto, mete la mano y saca una cabeza ensangrentada, que todavía chorrea y pone perdida la alfombra.)

César.—¡Aggg! ¿Qué es esto?

Quinto.—¡Qué repelente asquerosidad!

Ptolomeo.—(Orgulloso.) ¡Es la cabeza de tu enemigo!

César.—¿De cuál?, porque enemigos tengo muchos y a este, con toda esta sangre pegada, no se le ve bien quién es.

Ptolomeo.—De Pompeyo. ¡Nos ha costado lo nuestro conseguírtela!

Cleopatra.—Te la pensábamos dar con un lacito azul, pero cuando lo intentamos, los lacitos acababan muy pringosos.

Quinto.—(Por Cleopatra.) Esta regia monarca es tontamente boba.

Ptolomeo.—Pensamos en que podíamos lavarla antes de entregártela, pero entonces el efecto hubiera sido menor.

César.—(Sosteniendo la cabeza, aún goteante.) ¡Y que lo digas!

Cleopatra.—¿A que te ha hecho ilusión? ¿A que sí?

Ptolomeo.—Muchos hombres darían lo que fuere por poder tener en sus manos las cabezas cortadas de sus yernos.

César.—Exyerno. Su esposa, mi hija Julia, la pobrecita, murió de parto.

Ptolomeo.—Mejor aún.

Quinto.—(Aparte.) Creo que esta doble pareja de estúpidos cretinos nos han metido en un lioso embrollo.

Ptolomeo.—Estamos convencidos de que la muerte de tu más poderoso rival te hará grande en Roma y nadie podrá oponérsete.

César.—¡Hum! Bueno, la cosa no es tan sencilla. El intríngulis de la alta política romana tiene muchos vericuetos y nunca sabes por dónde te van a salir los tiros.

Ptolomeo.—¡Tonterías! En Egipto somos pragmáticos y sabemos con certeza que un enemigo muerto da mucho menos la lata que un amigo vivo.

César.—(Dejando cuidadosamente la cabeza de Pompeyo en el cesto.) Pero, veréis: no es que yo quiera despreciaros el regalo, ¡de ninguna manera! Sería una tremenda ingratitud por mi parte.

Ptolomeo.—Nos las hemos visto y deseado para encontrar a ese traidor, que había escapado de Roma y pretendía esconderse en nuestro reino.

César.—Lo supongo. Y lo aprecio. Pero lo que yo quería deciros es que el tal Pompeyo viene de una familia aristocrática del Piceno.

Cleopatra.—¿De dónde?

César.—Del Piceno, una región itálica que está... Bueno, da lo mismo donde esté. El caso es que esos patricios tienen mucho poder en Roma; cortan el bacalao, como quien dice. Y no se van a quedar quietos.

Ptolomeo.—¿Entonces?

César.—Me temo que habéis desencadenado una guerra civil que destruirá Roma y a todo Egipto, de paso. No ahora mismo, evidentemente, pero yo calculo que en un siete u ocho semanas.

Ptolomeo.—(Asustadísimo.) ¡Reosiris! ¡Reanubis! ¿Qué hemos hecho, Cleopatra?

Cleopatra.—¡Y a mí qué me cuentas! Lo del regalo fue idea tuya por completo.

Quinto.—Podemos hacer desaparecer el difunto cadáver y pretender ignorante desconocimiento sobre el mortuorio óbito del bélico militar.

César.—(A Quinto.) ¿Crees que colaría?

Ptolomeo.—(Animado.) Seguro que sí. Nuestros hombres no hablarán. Pompeyo iba por ahí danzando y escondiéndose, sin revelar su identidad.

César.—Puede que funcione. Además, solo hemos de desembarazarnos de la cabeza, puesto que no le reconocerán por el cuerpo, ya que aún no se han inventado las huellas dactilares.

Quinto.—Tenéis correcta razón, César.

César.—(Cogiendo la cabeza de Pompeyo y manteniéndola en alto.) Tiraremos este despojo a la basura, haremos como si no supiéramos nada de este asunto y dentro de un minuto habremos resuelto la crisis.

Quinto.—Nos salvaremos por la tintineante campana.

(Se abre la puerta y entra Cornelia, una dama romana.)

Cornelia.—¡Así es que estabas aquí, César! ¡Lo suponía! (Viendo la cabeza en su mano.) ¡¡¡Eh!!!

Quinto.—(Asustado.) ¡La maternal madre que me parió!

Cleopatra.—¿Qué pasa?

Ptolomeo.—¿Y quién es esta?

César.—Cornelia: la esposa de Pompeyo, que le venía buscando.

Ptolomeo.—(Tras una pausa.) ¿Es de las que se alegran?

 

TELÓN

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