John Forbes Nash

 


John Forbes Nash pasó toda su vida dedicado a la geometría diferencial y a las ecuaciones en derivadas parciales, por lo que a nosotros —que somos de Letras—no nos extraña que se volviera loco.

Los lectores de temperamento más científico objetarán a esta afirmación y asegurarán que su demencia tuvo que deberse a otras causas. No estamos seguros de cuáles pudieran ser; pero mencionaremos algunas probables y ustedes pueden elegir:

a) Nació en Virginia occidental;

b) sabía tanta economía como para ganar el premio Nobel;

c) hicieron una película con su vida;

d) sus dos padres fueron profesores, y

e) pertenecía a la Iglesia episcopaliana.

Creemos que cualquiera de estos motivos por separado es suficiente para desequilibrar al Lucero del alba. Todos juntos dan una altísima probabilidad.

Al niño no le gustaba leer y no soportaba tener que jugar con otros niños (síntoma). A los catorce años se enamoró de la Química (síntoma). Se esforzó denodadamente por conseguir una beca (síntoma). Se doctoró años antes de haberse acostado con una chica (síntoma).

Fue profesor acá y acullá, pero sus alumnos no estaban contentos con él. Explicaba mal y examinaba peor. No siempre los grandes genios saben cómo comunicar su geniatura.

Estuvo en la Universidad de Princeton, donde impartían clases Albert Einstein y John von Neumann, pero él no se matriculó en sus asignaturas, porque no le gustaban los hombres con bigote (no sabía que Neumann no llevaba).

Parece ser que los hombres sin bigote sí le gustaban; de hecho, le arrestaron más de una vez por sus «malas compañías», como las llamaba la policía. Su afán de experimentar le llevó a dejar embarazada a una enfermera amable, pero el asunto no le gustó y se desentendió por completo del hijo que nació.

Lógicamente tendría que haber abandonado sus relaciones con mujeres, pero Nash no se comportaba lógicamente, por lo que se casó con una alumna suya. Al año de matrimonio se le diagnosticó la esquizofrenia aguda que le hizo más famoso que su teoría de los juegos

Su obsesión eran los criptocomunistas, que no era ninguna clase de moneda virtual, sino bolcheviques que —a decir suyo— se ocultaban por todas partes (en el tronco hueco de un árbol, en un buzón de correos; hay quien dice que en aquellos años Mel Brooks le conoció y sacó de él muchas ideas para los guiones de su serie televisiva «El superagente 86»).

Viajó a Europa, para visitar la torre Eiffel y conseguir estatus de refugiado político, aunque principalmente para lo primero. Alegaba que la sociedad de los Estados Unidos era el caldo de cultivo perfecto para el comunismo, porque el macartismo era de chiste y no conseguía asustar a nadie.

Estuvo medicado durante una temporada y los fármacos que le administraban funcionaban a la perfección e impedían que tuviese alucinaciones. Nash, entonces, decidió suprimir los fármacos, porque ser un loco cuerdo le parecía un oxímoron inaceptable.

Pese a su patente enfermedad mental, siguió impartiendo clases de matemáticas: a ninguna universidad le importó que estuviese como una cabra. Quizá los decanos pensaron (como hacemos nosotros) que todos los profesores de matemáticas son la mar de raritos y que ningún estudiante se preocuparía por nada extraño que Nash pudiese hacer durante el curso. Así fue.

Describamos su enfermedad.

Primero se habló de paranoia. Todos los hombres que usaban corbatas rojas eran comunistas clandestinos para Nash, que se pegaba unos sustos tremendos cada vez que cogía un autobús o acudía a un lugar concurrido. Entonces empezó a escribir cartas a las embajadas en Washington D. C. alertando del «peligro rojo» e instando a los países democráticos a que invadieran los Estados Unidos e implantaran allí un régimen como es debido, con las suficientes garantías para los ciudadanos y que estuviese verdaderamente comprometido a pararle los pies al oso moscovita. El concepto de que eran los años cincuenta y que se estaba librando la Guerra fría no parecía satisfacerle en absoluto. Tuvo —todo hay que decirlo— pocas respuestas a tales cartas. Solo dos o tres países se mostraron dispuestos a invadir los Estados Unidos, pero preguntaban si alguna organización americana apoyaba el proyecto y si recibirían un adelanto en metálico antes de la invasión propiamente dicha.

Curiosamente, un punto clave de su enfermedad pasó completamente desapercibido. Nash se hallaba en la Sociedad Estadounidense de Matemáticas de la Universidad de Columbia, dando una conferencia sobre la hipótesis de Riemann, cuando comenzó a decir palabras inconexas y frases sin sentido. Como hasta ese momento ninguno de los asistentes se había enterado de nada, a nadie le extrañó aquello ni ninguno pensó que el orador pudiese estar sufriendo una crisis mental o de cualquier otro tipo. Al final de su intervención, le aplaudieron durante cinco minutos, le pagaron la conferencia, le hicieron firmar el correspondiente recibo y, más tarde, hubo un tentempié con canapés de salmón, todo ello en medio de la más aburrida normalidad.

En 1959 le diagnosticaron esquizofrenia paranoide, lo que es una manera de ir sobre seguro y justificar tanto la esquizofrenia como la paranoia y así no dejarse ningún síntoma fuera. Para aquellos que gustan de las siglas diremos que las de su mal, según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, eran DSM IV-TR. Los que sufren de estas letras presentan estados psicóticos crónicos, cognición alterada, sensopercepción alucinatoria, abulia persistente (vulgo vagancia) y pasión por la ensaladilla rusa, aunque no tanta en este caso, debido a las connotaciones nacionales de este plato, que provocaban en Nash la natural suspicacia.

Pasó tiempo en hospitales psiquiátricos, en donde se le trató con fármacos antipsicóticos y shocks eléctricos, y se le inyectó alternativamente insulina y agua de Vichy, sin resultados apreciables.

A partir de 1970 el científico se negó a seguir tomando su medicación. En cambio, pidió a familiares y compañeros de trabajo que se aguantarse con su anómala conducta y que, si no les gustaba, que se chinchasen. Tal era su capacidad de persuasión que todos se chincharon.

Nash escribió sobre su vida mental: contó que escuchaba voces desde 1964 y describió lo que aquellas voces le decían (chistes verdes, en su mayoría). Intentó diferenciar sus delirios de sus genialidades matemáticas e ignoramos si lo consiguió, pues para juzgar con certeza y saberlo habría que ser loco o matemático o, mejor, las dos cosas a la vez, algo que, sinceramente, no nos hace mucha ilusión.

En 1998 Sylvia Nasar publicó la novela A Beautiful Mind sobre la vida de Nash y vendió los derechos para el cine. La película ganó cuatro Oscars y todos los involucrados en la locura de Nash salieron ganando.

El matemático murió en 2015 en un tonto accidente automovilístico en una autopista. El choque no fue gran cosa, pero el genio no llevaba puesto el cinturón de seguridad y salió volando, atravesando el parabrisas. Venía de Oslo, de recibir el premio Abel, concedido por el rey Harald V, a la mente más destacada del momento. Loco o no loco, ¿cómo se puede ser la persona más inteligente del año y, a la vez, un cretino integral que no se pone el cinturón? La realidad nunca deja de sorprendernos.


 

 

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