Ibrahim I de Turquía


  

¿Es locura que te gusten mucho las mujeres? Esperamos que no. Sin embargo, por eso se reputó de demente a Ibrahim I, que tuvo a bien subirse al trono otomano en 1640 y permaneció subido en él hasta que le bajaron a empujones —y con alguna puñalada añadida— en 1648.

Parece ser —y esto le cualifica para aparecer en este libro— que el tal sultán era un obsexo sesual (Obseso sexual, queremos decir. ¡Vaya metátesis más tonta que nos ha salido!)

 El hecho de que tras ser coronado mandases pasar a cuchillo y tenedor a todos tus hermanos, tíos, primos y sobrinos no te convertía entonces en un loco sociópata; al contrario: se decía de ti que habías demostrado ser una persona muy prudente y con muy buen juicio, asegurándote de que a tus queridos familiares no les entraran afanes sustitutivos (que quisieran ocupar tu lugar, vaya).

Pero volvamos al tema que nos ocupa.

Hay expertos psiquiatras y alienistas que afirman que amar a las mujeres no es necesariamente signo de locura, pero que darles mucho dinero sí lo es. En ese caso, Ibrahim caería de lleno en la categoría que estudiamos. El hombre llevó al Imperio al borde del colapso económico en un brevísimo espacio de tiempo. Tomaba dinero a puñados de la Tesorería para comprar chicas. Su concubina principal podía recibir mil monedas de plata en un día y las otras (las actrices secundarias, por así decirlo, de encantos menos perfectos) cuatrocientas monedas, aunque todas se quejaban de que sus servicios estaban mal pagados (desconocemos el precio de mercado de tales servicios en aquel tiempo y lugar). Además, la compra de diamantes y la construcción de villas de marfil parece ser que estuvieron a la orden del día bajo el sultanado de Ibrahim.

Cuando no le llegaba el dinero para la compra femenina (o para el alquiler), se limitaba a secuestrar a las chicas guapas de padres nobles. Pasaba las noches con ellas y luego las devolvía, como se hacía antiguamente con los cascos de las botellas de leche. Los cortesanos se volvieron locos (es un decir), se enfadaron muchísimo y ampliaron el rico idioma turco con una serie de epítetos insultantes de nuevo cuño que han perdurado hasta hoy, aunque muchos de ellos se han eliminado de los diccionarios en aras del buen gusto.

Ibrahim «el Loco», como le llamaban sus súbditos (aunque se entiende que no en su cara), tomaba favoritas —principalmente fondonas— a las que les daba el título de haseki, palabra que significa... que no sabemos lo que significa, pero que implicaba que la persona que ostentara tal título tenía derecho a que el Estado le cediera un montón de tierras a perpetuidad.

A Hümasha Haseki —una cortesana que debía de tener todas sus cosas muy bien puestas— la tomó como esposa legal y le regaló un palacio completamente alfombrado con pieles de marta, que costaba Alá y ayuda a limpiar.

Ibrahim cuidó mucho de los aspectos tanto cualitativos como cuantitativos de su serrallo, porque un sultán sin un harén como es debido es como un turista japonés sin su palo de selfie. Gustaba de tener hembras exóticas a su disposición. Claro, que allí el exotismo funcionaba al revés de cómo se entiende en Europa. Para Ibrahim, una griega no suponía más que un pelín de misterio y encanto lejanos, pero una señora de Quintanar de la Orden o de Villafranca del Bierzo le resultaba el summun de lo exótico, por lo que la contemplación de una mujer de esos pagos u otros parecidos ponía al buen sultán como una moto.

Para poner la guinda en su pastel erótico, el monarca mandó buscar a la mujer más obesa del Imperio. Según se cuenta, un día que salió de paseo, el sultán se enamoró de una vaca, más concretamente de la vulva de la susodicha. Le pareció que tenía un tamaño y forma perfectos y mandó sacar un molde y copias del mismo, con las que envió a sus mensajeros en busca de una mujer quimérica que respondiera a aquellas proporciones ideales para él.

La actividad comprobatoria de estos enviados en todos los rincones del Imperio sería un buen argumento para una película pornográfica, pero nos saltaremos los detalles. Baste decir que, por sorprendente que parezca, se encontró a aquella Cenicienta a la que le encajaba el zapatito (hemos tenido que recurrir al eufemismo para no caer en la más abyecta obscenidad). En Armenia, los reales buscadores de intimidades hallaron a una campesina de cientos de kilos que tenía aquella deseada talla vulvar. La llevaron a palacio (en un amplio carromato reforzado) y allí Ibrahim la hizo su favorita. Le dio el nombre de Sechir Para (Terrón de Azúcar) y, como regalo mensual, todos los impuestos que se recaudaban en la ciudad de Damasco.

Haremos un inciso en la historia para recordar que, aparte de sus actividades amatorias sobre sus colchones vivientes, Ibrahim no dejó de ocuparse de la política, si por ocuparse de la política entendemos destituir y ejecutar a un gran número de visires. En un momento dado, la tomó con los cristianos y mandó matar a todos los que se hallasen a mano. Estos, claro está, huyeron en cuanto pudieron y la vida turca se resintió. «¡No tenemos callistas!», se oía protestar, por ejemplo, al pueblo llano (ya que aquella era una profesión tradicionalmente desempeñada por cristianos). Hubo mucho descontento popular.

Pero no estaría de más que dijéramos algo en defensa de Ibrahim: no todo va a ser ponerle verde. Uno de los argumentos que se podrían esgrimir en su favor es que su madre, Kösem, fomentó su erotomanía para quitárselo de en medio y gobernar ella. Otra justificación sería los malos tratos que recibió de niño, pues era costumbre entonces encerrar en una jaula durante varios años a los hermanos pequeños del sultán para que no molestasen; y eso fue lo que hizo Murad IV con su hermanito Ibrahim, cuando este era pequeñito. Tras eso, esperar que se comportase con cordura era como pedirle peras al olmo.

Volviendo a nuestra historia (a la de Ibrahim, para ser exactos), diremos que fue poco a poco indulgiendo en perversiones sexuales de toda índole. Hacía salir a todo su harén al jardín y obligaba a las mujeres a que se desnudasen por completo y jugasen al pilla-pilla. O las hacía correr y él iba detrás fustigándolas. Si las alcanzaba, las poseía allí mismo y ellas tenían que fingir que se resistían y que pataleaban y lloraban, para que la comedieta de la violación fuera más creíble. Otra de sus perversiones consistía en lamer a sus concubinas tras untarlas con diversas salsas: de tomate, mayonesa e incluso con bechamel.

Entretanto, Terrón de Azúcar, desde su posición —la posición permanentemente apaisada con la que recibía a Ibrahim, porque ella sola no podía incorporarse—, comenzó a tener más y más influencia en la corte. Así, en cierta ocasión, acusó a otra concubina de haberle sido infiel al sultán (era mentira: lo hizo por envidia, porque la otra era más guapa, algo no excesivamente difícil). Ibrahim se creyó la trola, porque el amor es ciego, y mandó ahogar a sus 250 amantes en el Bósforo. Ordenó a su guardia que metiera a todas sus mujeres en sacos con piedras y las echaran al mar. Ellas prorrumpieron en llanto (en 250 llantos distintos) y pidieron clemencia a Ibrahim, en recuerdo de los buenos momentos que le habían hecho pasar, pero él tenía mala memoria y se mostró inflexible.

Menos mal que su madre, Kösem, no estaba dispuesta a tener un elemento así en la corte y decidió cortar por lo sano. Invitó a Terrón de Azúcar a cenar arroz con almejas y la envenenó. De no haberlo hecho, quizá hubiera acabado por suceder alguna desgracia.

Por fin, el delirio de Ibrahim precipitó su caída. Fue hecho prisionero y encerrado en una mazmorra (y estando en ella pidió a los carceleros que le metieran por el ventanuco de los alimentos a dos o tres gachises que fueran delgaditas).

Ibrahim murió estrangulado, con el beneplácito —y el alivio— de su hijo, Mehmed IV, que se convirtió en el nuevo sultán y que no tuvo ninguna concubina (aunque no lo hizo para dar ejemplo: es que sus gustos iban por otros derroteros).

¿Cuán fiable es todo esto que les hemos contado? Pues el caso es que la información está sacada del libro Historia de la expansión y decadencia del Imperio otomano, de Dimitrie Cantemir, que resultó ser príncipe de Moldavia en un momento en que Moldavia era un reino sometido al Imperio turco. O sea, que la historia de Ibrahim la escribieron quienes no le querían bien, así es que no podemos diferenciar la verdad de la calumnia, dado que los historiadores son todos unos mentirosos que se inventan lo que quieren, a cambio de cobrar o bien para poner a caer de un guindo a sus enemigos políticos.

Sin embargo, si lo que les hemos contado de Ibrahim «el Loco» no fue exactamente así, tampoco pasaría nada grave, porque a estas alturas ¿quién se acuerda de aquel sultán con un gusto por las mujeres tan parecido al de Rubens?

Y como dice el acertado adagio italiano, «Se non è vero, è molto ben trovato».

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