El oficio de maquillador de pitanzas

 

 



La crème de la crème de los maquilladores de la historia se dedicaba a servir a los reyes y a los nobles, entre los había más aficionados a pintarse el rostro que al ejercicio de las armas o la caza. El segundo nivel de estos expertos potingueros se ocupaba de los cadáveres.

La modernidad nos ha traído una categoría profesional mucho más repelente: la de aquellos que se ocupan de a embellecer artificialmente los alimentos para engañar a la gente y que todos se coman alegremente diversos derivados del petróleo a los que la naturaleza no puede asimilar de otro modo. Ellos —que suelen ser muy finolis (por decirlo de un modo elegante)— para realzar su actividad prefieren que se les denomine eufemísticamente «estilistas gastronómicos», pero la realidad es que no puedes dar mucho estilo a un pimiento o a una berenjena: sólo puedes cambiar su color o aumentar su brillo.

          Este oficio está vinculado directamente a la fotografía. Todas las imágenes que vemos en libros, revistas, catálogos, recetarios o menús muestran un colorido y una apetitosidad extremos, de todo punto imposibles en la vida real. Es lógico, pues sólo son el fruto de las habilidades de estos imaginativos maquilladores, que consiguen equilibrios entre texturas y colores que habrían sorprendido al Tiziano.

           Aunque éste es un oficio nuevo (salvo que en la Antigüedad los cocineros reales hicieran en sus dominios porquerías de las que nadie se enteraba), paradójicamente puede hallarse ya en vías de desaparición como tal, pues se ve amenazado de muerte por esos frikis especialistas en retocar digitalmente las fotos y que consiguen transformar en personas sexy a esos modelos que tienen el tipo de la Phoca vitulina (la foca común).

Pero, sin duda, el maquillaje de alimentos es un arte en sí, aunque —como otras artes— no se enseñe en los colegios. Requiere a la vez conocimientos sobre química, culinaria y fotografía. Para formarse como estilista de alimentación se pueden hacer cursillos especializados —atracadoramente caros— que ofrecen algunas escuelas de publicidad, aunque en realidad los experimentos más nauseabundos (pero que son los que proporcionan mejores resultados) se suelen realizar en el propio domicilio, con un valor cidesco o amadisdegáulico y una alta dosis de autodidactismo.

          Algunos ecologistas (de esos tan puñeteros y exagerados que se empeñan en hacerles imposible la vida con sus lloros a los ejecutivos de las grandes multinacionales) argumentan que el maquillaje de alimentos no deja de entrañar riesgos y que podría tener alguna que otra relación remota con el cáncer de páncreas. No sabemos qué opinar al respecto, aunque sí puede resultar significativo el hecho de que los alimentos tratados nunca se consuman, sino que se destruyan con un lanzallamas inmediatamente después de ser fotografiados.

          En España existen 43 colorantes autorizados (no sabemos de dónde se han sacado tantos colores) que, paradójicamente, saben mucho peor que los no autorizados. De muchos de ellos se ha dicho que si sí, que si no, que si son perjudiciales o francamente venenosos... Nadie puede afirmar que constituyan un riesgo potencial para la salud, pues se desconocen sus posibles efectos a largo plazo. Así es que, como nadie lo puede afirmar, pues nadie lo afirma y nos comemos los colorantes tan contentos. Dentro de unas cuantas décadas, ¡Dios dirá!

          El maquillador debe controlar muy cuidadosamente que nadie ingiera lo que él trata, sobre todo antes de hacer la fotografía, pues de otra manera tendría que volver a empezar todo el trabajo, lo cual sería una lata.

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