El colegio al que los niños quieren ir

 


 

   Hogwarts es un internado al que los niños quieren ir, lo que da una idea pobrísima de las capacidades lúdico-afectivas de los padres ingleses.

Estamos hablando del lugar donde se desarrolla la serie de aventuras fílmicas de Quique el Alfarero (Harry Potter en el original), basada en las novelas infantiles con que se ha forrado a base de bien la escritora J.K. Rowling.

(El que la Rowling se halla multimillonarizado tan rápido nos parece muy requetebién. Y también que lo haya hecho la editorial que publicó sus novelas. Sirva esto de ejemplo a todos los editores desdeñosos que rechazaron una y otra vez sus manuscritos (probablemente sin leerlos) y a los que deseamos que se estén mordiendo los codos de rabia al ver el éxito de la saga. La moraleja es la siguiente: nunca maltrates a un autor que se arrastre ante ti con su manuscrito y sus esperanzas: nunca se sabe cuándo sonará la flauta.)

No perdamos más tiempo y zambullámonos de una vez en la piscina de nuestro tema. Hablamos de un diferente tipo de vivienda: un colegio para magos incipientes y pecosos, lleno de misterio y telarañas, en la más encorsetada tradición de aquellas instituciones británicas donde te obligaban a ponerte un traje Eton hasta para ducharte.

          Este castillo se encuentra entre los montes de apartada región montañosa de Escocia, llena de montañas y de alguna que otra colina. Se emplaza cerca de una aldea llamada Hogsmeade, nombre que no traducimos por temor a que resulte una cosa fea. Según se cuenta, es de origen céltico, pero no hay que hacer mucho caso, porque todos sabemos que eso de ser celta es más una moda que otra cosa. Lo fundaron, allá por el año 993, los magos Gryffindor, Slytherin, Hufflepuff y Ravenclaw, nombres que nos hacen sentir alivio por ser españoles y llamarnos algo normal como Pérez o García.

El Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería es lo suficientemente invisible para que no haga falta pintarle la fachada y lo suficientemente existente para poder cobrar las subvenciones estatales. Como muchas escuelas angloparlantes, utiliza el sistema de Casas, lioso procedimiento de dividir una casa en varias casas para que nadie sepa de qué o quién se está hablando en cada momento. Este procedimiento fracciona al cuerpo estudiantil en cuatro grupos, con bandera, himno y calcetines propios.

El lema del colegio es algo así como «Draco dormiens nunquam titillandus» [Nunca hagas cosquillas a un dragón dormido], lo que nos parece una soberana obviedad y una pobre muestra de su profundidad pedagógica. El escudo de la institución presenta, unos encima de otros, a los animales heráldicos de las cuatro casas: un león dorado, una serpiente plateada, un águila bronceada (que parece haber ido a la playa) y un tejón de color indefinible al que no le vendrían mal unas friegas con estropajo

La manera de irse a vivir a Hogwarts es peculiar: no se sabe cómo ni por qué, una pluma mágica escribe los nombres de los niños nacidos con poderes en el Reino Unido de Gran Bretaña (a los de los otros lugares del mundo no se les acepta, como salvajes que son). Once años después se les invita a la gran escuela de magia. Se trata, pues, de un internado de secundaria, donde los alumnos conviven con sus profesores, odiándoles cordialmente, como es lo habitual en este tipo de sitios siniestros.

          En cuanto al edificio en sí, no existe ningún plano de sus niveles y estancias, pues los arquitectos edificaron de oído. Ni Albus Dumbledore, el Director, soñaría con pretender conocer todos los lugares secretos de Hogwarts. Pero es un castillo que parece salido de la imaginación de Escher un día que se había pinchado: escaleras que se mueven y llegan a lugares al parecer inaccesibles, un dédalo de pasillos, trampatojos, geometrías imposibles... Un edificio vivo que cambia constantemente y que, por eso mismo, te puede pegar un susto de muerte en cuanto te descuides. Sus 142 escaleras (¡las hemos contado!) te llevan a distintos sitios según el día de la semana. Tiene varias torres y quién sabe cuántos sótanos y cámaras secretas, aunque tan sólo siete plantas (porque el jardinero es bastante vago).

En el exterior, Hogwarts cuenta con extensos terrenos con césped verde, un lago de agua, un denso bosque de árboles, innumerables invernaderos de plantas, una lechería (no: un lechucería, perdón) y un gran estadio de quidditch, el deporte mágico por excelencia, que es como el rugby sobre escobas voladoras.

          La decoración del lugar patidifunde. Es una lograda amalgama de un barroquismo neoclásico de estilo victoriano-isabelino, pero con reminiscencias medievales y renacentistas, un poco de art nouveau y un poco de almacenes de muebles escandinavos. Pocos espacios vacíos de ratas. Profusión de cuadros animados, colgantes y tapices (también colgantes), adornos, gárgolas, cornucopias (¿o es cuernicopias?, siempre nos entra la duda), candelabros, antorchas... Revestimientos de madera oscura y ventanales góticos con vidrieras que representan al mago Merlín haciendo la Primera Comunión. Techos altos —hechos así para beneficio de los murciélagos— y chimeneas con repisas llenas de trofeos. El esqueleto de un dinosaurio bizco como elemento decorativo.

          Hogwarts ve entre sus muros la vida cotidiana. Las comidas se hacen en común (aunque cada uno mastica por separado) en el Gran Comedor, que hace las veces de sala de reuniones siempre que hay una alerta porque se les ha escapado algún bicharraco. Hay baños separados de hombres, de mujeres y de profesores (¿?), con bañeras del tamaño de una piscina olímpica. Los dormitorios, en número de 14, tienen puertas que se abren haciéndoles cosquillas o contándoles chistes de dentistas por el ojo de la cerradura. Junto a ellos hay salas comunes para el ocio, muy necesarias, porque el lugar parece divertido durante un día o dos, pero acaba siendo tan insoportablemente aburrido como cualquier otra cosa inglesa.

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