¿Adónde se marcha Aïda en la «Marcha» de Aïda? Ahora vamos a saber eso y muchas cosas más.
A Radamés, joven guerrero con pectorales, le cuentan que va a haber guerra con los etíopes y él salta de contento, pues si no hay conflicto, no corre el escalafón y él quiere ser comandante egipcio. Egipcio ya lo es: le falta lo de comandante, que solo puede conseguir mediante un acto heroico, matando a una porrada de etíopes.
Pero, ¡oh, casualidad!, Radamés ama a una etíope, a la esclava Aïda, palabra que significa «visitante», por lo que no sabemos si en realidad es un nombre propio o una forma de llamarla para que acuda cuando hay que limpiar el suelo porque uno ha entrado después de pisar el barro, otro ha vomitado los calamares de la cena o algún perro ha hecho una gracia en medio del salón del trono.
Aïda es, en realidad, una princesa etíope de incógnito y su padre ha atacado Egipto para liberarla y saquear un poco, ya de paso.
Como la compañía de ópera ha contratado a más de una soprano, hay que inventarse otro personaje y sale la princesa Amneris, hija del Faraón, que también ama a Radamés (la princesa, no el Faraón: aclarémoslo), porque ha examinado a los otros siete millones de egipcios restantes y le han resultado todos feos y, además, muy parecidos unos a otros en las falditas que llevan. Radamés no le hace caso, porque Amneris, pese a lo joven que es, ya está excesivamente rellenita y él no quiere ni imaginarse cómo se pondrá cuando cumpla los cincuenta.
Entran el Faraón, el sumo sacerdote y mil setecientos cuarenta y tres cortesanos, por lo que acaban todos muy apretados. Se declara la guerra a los etíopes y se les insulta soezmente, aprovechando que no se hallan presentes. A Radamés le eligen para que sea quien reciba las bofetadas y para que haya alguien a quien echar la culpa si la campaña militar resulta un fiasco.
Radamés se encamina al templo de Ptah para tomar las armas sagradas y luego tomar el aperitivo, y todos le siguen, aunque tardan sus buenos veinte minutos en despejar el salón, porque la puerta es pequeña y se amontonan.
Tras esta partida, Aïda queda partida entre su amor radamesiano y su lealtad patrioetíope. Quiere que venza Radamés y quiere también que venza su padre, el rey Amonasro. Quiere —como dice el refrán sajón— comerse todo el pastel y seguir teniéndolo en la nevera.
Por su parte, Radamés y los otros cantan a gritos en el templo, pidiendo a los dioses la victoria o, por lo menos, una derrota flojita que no les haga quedar demasiado en ridículo. Así se acaba un acto, que nos da la impresión de que era el primero.
¡Sorpresa, sorpresa! Radamés ha vencido y regresará de un momento a otro: en cuanto se cure de un flechazo que le dieron en la nariz, pues no quiere presentarse ante los dioses egipcios con la cara hecha un Cristo, para no causar un cisma religioso.
Tiene lugar un enfrentamiento entre Amneris y Aïda, en el que no se tiran del moño porque la moda es de pelucas lacias y pelos colgando. Amneris vence en la agarrada, porque ante una mesosoprano fondona, una soprano delicada no tiene nada que hacer. La egipcia jura que se vengará de Aïda y la otra se queda sobre ascuas, pensando en la que se le viene encima y sin saber por dónde le caerá el golpe.
Entretanto, Radamés quiere tener sus quince minutos de gloria y entra triunfal en la ciudad con una máscara que le tapa las narices y una comitiva de cientos de partiquinos cuyos sueldos encarecen tanto la ópera que no hay casi nadie que se pueda permitir comprar entradas para verla. Su canto «Gloria all’ Egitto ad Iside» se convierte en el himno nacional del país, para no tener que complicarse en encargar otro.
El Faraón le dice a su héroe que pida por esa boca, que le dará lo que le solicite. Radamés, para empezar, pide un plato de arroz a la cubana y algún postre rico, pues está harto de las gachas que constituyen el rancho militar.
Los cautivos etíopes aparecen, cargados de cadenas oxidadas por la falta de uso (hacía mucho tiempo que el ejército egipcio no conseguía hacer prisioneros). Entre ellos está Amonasro, que finge ser un esclavo y asegura que su rey (él mismo) está todo lo muerto que puede estar alguien que ya no vive. Los prisioneros piden al Faraón que los perdone, pero los egipcios están de mal humor ese día y exigen su muerte.
Radamés —que se ha comido tres platos de natillas— solicita al Faraón que perdone y libere a los prisioneros, haciendo uso del «vale por un deseo» que le había entregado el monarca. El Faraón nombra a Radamés su sucesor, maniobra que le viene muy bien para colocar a su hija, pues le impone a su héroe la condición de que se case con amneris ASAP. Aïda y Amonasro quedan como rehenes, para evitar que a los etíopes liberados se les ocurran ideas revanchinas.
En el acto III el asunto se lía. En la víspera de su boda con Amneris, el militar planea verse a escondidas con Aïda por dos motivos: para echar una última canita al aire, en caso de que la boda se celebre, y para cantar con ella una romanza, porque Verdi ya la tenía compuesta y no era cosa de desaprovecharla.
Las hostilidades etiopegipcias se han reanudado, por lo que Amonasro le ha pedido a Aïda que averigüe dónde piensan atacar las tropas faraónicas y se ha escondido detrás de una roca a escuchar.
Radamés llega e intenta ir detrás de la roca, porque tiene una necesidad fisiológica urgente, pero Aïda le detiene a tiempo, afortunadamente. Como ambos reconocen amarse, deciden huir para ser felices en medio del desierto. Radamés propone un camino de fuga y, de paso, revela dónde atacará su ejército. Amneris, que pasaba casualmente por allí, es testigo de la doble traición radamesca (por la emboscada y por sus relaciones con la pelandusca de Aïda), se pone hecha un basilisco y chilla de una manera insoportable (en un aria), hasta que llegan varios soldados, pensando que hay alguien desollando a un gato.
Los guardias son muy comprensivos y, tras mirar a Aïda y a Amneris y comparar sus curvas y sus rectas, le dicen a Radamés que se escape con su chica, que ellos mirarán hacia otro lado. Pero él es noble y se entrega a los soldados, que no tienen más remedio que apresarle, pensando que cómo se puede ser tan tonto.
Radamés va a ser juzgado y condenado a muerte tan seguro como que dos y dos son cuatro y que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Amneris está arrepentida de haberle descubierto, pues considera que sigue siendo mejor tener un marido traidor a la patria y enamorado de otra que no tener ningún marido en absoluto, por lo que le pide que niegue las acusaciones. Pero ya hemos dicho que Radamés es cabezota (y si no lo hemos dicho, lo decimos ahora) y prefiere morir. Solo espera que Aïda haya podido escapar y que esté viva, de regreso en su país o incluso viajando por algún otro sitio.
El traidor es sentenciado a ser enterrado vivo y, como no tiene sentido dejarlo para el día siguiente, le conducen de inmediato a una oscura bóveda en un subterráneo del templo dónde queda efectivamente sepultado.
Amneris, entretanto, consumida de dolor, invoca a la diosa Isis, la increpa y la pone a caer de un guindo por haber permitido que su amado tenga tan triste fin. La diosa, avergonzada, no sabe dónde meterse, aunque ella no tenía culpa de nada, porque había estado de vacaciones unos días y no sabía nada del asunto.
En su oscura prisión, Radamés oye un estornudo y piensa que son las ratas; pero no son ellas, sino Aïda que —no se sabe cómo— se ha escondido en la bóveda para morir con su radamesito. Ambos se despiden de la tierra y de sus penas.
Aïda, heroína trágica, muere en brazos de Radamés. Él tarda unos días más en hacerlo —estaba mejor alimentado— y cómo le da reparo dejar en el suelo el cuerpo de su amada, lo sigue sosteniendo entre sus brazos, por lo que cuando muere finalmente una semana más tarde, lo hace con un tremendo dolor de espalda.
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