Una vez metí un gol

 

 

Este es otro de los episodios aburridos de mi vida. Pero como muchas cosas (el cine español, por ejemplo) se basa principalmente en las experiencias vividas por niños en la España franquista, creo que la mía cualifica como tal y, por lo tanto, la cuento.

El caso es que metí un gol en una competición entre colegios (bueno, en realidad fueron dos). Tenía yo doce años o así. Era la semifinal y no marcábamos ni «pa’ atrás», como suele decirse cuando no se sabe decir de otra manera más elegante. Es curioso como algunas cosas —aquel partido, sin ir más lejos— se pueden convertir en algo muy importante para nosotros en un momento dado.

Finalizamos en empate. Llegaron los penalties y todos nos debatimos en la tormentosa zozobra de quién los iba a tirar. Yo no era en absoluto buen jugador (ni los otros tampoco, si a eso vamos). Pero estaba por medio el honor. Ser elegido para disparar tenía una gran responsabilidad añadida, pero significaba que tú «eras alguien» en ese mundo, que «contabas». Ser ignorado era la ignominia, el desprecio social, un estigma que tardaría años en olvidarse. Todos temblábamos.

El entrenador decidió: «Tú, tú y tú», dijo. Yo fui uno de los señalados por la mano del Destino.

El equipo rival (¡qué ‘rival’ ni qué ocho cuartos!: el equipo «enemigo») marcó un primer gol.

Chuté (¡ay, Dios, qué anglicismo tan horroroso!) el primero. El balón entró limpiamente por la escuadra. Mi vitorearon. Me sentí César cruzando el Rubicón o cualquier otro río de los que cruzó en sus múltiples campañas para aumentar la grandeza de Roma.

Nuestros tres siguientes jugadores fallaron inexplicablemente, porque se consideraba que eran buenos. El equipo contrario marró los cuatro restantes. Sólo quedaba nuestro último lanzamiento. Si marcábamos, era la victoria y el pase a la gloriosa final.

Nuestro último lanzador era supuestamente el más hábil del equipo (y el mayor: llevaba dos o tres años repitiendo curso). Pero resultó ser un gran cobardica. Dijo que no, que él no tiraba el penalty, que no estaba inspirado y que no. No hubo manera de convencerle.

El árbitro se impacientaba.

Alguien tuvo entonces la idea luminosa: «¡Que lo tire Gallud, que antes lo ha metido!» (Huelga decir que en aquella España, en los colegios se te conocía por el apellido.)

Me empujaron literalmente delante del balón.

Yo lo vi muy claro: si fallaba, me breaban allí mismo.

Me acordé entonces de ese sabio axioma valenciano-futbolístico tan conocido que dice: «Punterá i avant». Allá que le di al balón con todas mis fuerzas sin apuntar muy bien. Marqué. Al cabo de los años todavía no me lo explico.

Aquello fue el delirio en bicicleta. Me cogieron en hombros y me movieron unos cuantos metros de acá para allá, dando gritos de júbilo. Yo me entusiasmé especialmente porque había chicas mirando.

Y eso fue todo. La gloria acabó ahí. Al día siguiente jugamos la final y el árbitro nos robó el partido, anulándonos un gol e inventándose un penalty inexistente contra nuestro equipo.

A las chicas que miraban, por lo que supe más tarde, les importaban bien poco mis proezas deportivas.

He hablado, años después, con antiguos compañeros de colegio y me consta que nadie recuerda aquella gesta mía.

La medalla de plata que me dieron me la robaron de mi taquilla a los pocos días del partido.

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