Los de Aragón
Gloria es una maña recalcitrante que tiene muy buena opinión de sí misma. Como odia profundamente a su pueblo y a todos los que están dentro, se va de casa a ganarse la vida cantando cupletes. Su anticuada familia dice que eso de cantar en público es cosa de pilinguis y la repudia bien «repudiá». Agustín, su novio, es un rato melodramático y ante el cupletismo de Gloria siente manchado su honor, se tira de los pelos en un paroxismo autoalopécico y se va a la guerra de África. Allí, el muy majadero, se ofrece para misiones suicidas, pero como es torpe a rabiar no consigue que le maten, sino al contrario: le dan medallas. Finalmente ambos coinciden en Zaragoza y se unen, pues en soberbia y estupideces son tal para cual.
La revoltosa
En un patio de vecinos madrileño vive Mari Pepa, una mujer de fuerte carácter, que con su belleza tiene revuelta a la vecindad. Todas las mujeres la envidian y todos los hombres desean trajinársela. (De esto se aprende que la mayoría de las mujeres del mundo son feas, porque si hubiera más mujeres bellas, no sorprenderían tanto.) Ella se lo pasa bomba haciendo sufrir a todos sus pretendientes, especialmente a Felipe, que es un chulo indecente. En el fondo, Mari Pepa y Felipe se quieren, pero sus respectivas ganas de quedar por encima del otro los llevan a hacerse desplantes y a decirse groserías continuamente durante la hora y media que dura el sainete. Al final se juntan, pero el espectador puede anticipar que en su casa las vajillas durarán bien poco.
Alma de Dios
Una señorita «decente» tiene un hijo de tapadillo y, para que la vecindad no la ponga verde, se lo da a unos gitanos que había por allí, que se lo quedan con el propósito de sacarle alguna rentabilidad. No contenta con esto, la joven soborna a un cura corrupto y falsifica la partida de nacimiento, para que el niño conste como hijo de Eloísa, una muchacha pobre que vive recogida en su casa. Después se compromete con un señor mayor que ignora todo, claro está. Eloísa jura que ella no es la madre, pero su novio no se fía de ella en absoluto (sus razones tendría) y rompe su compromiso. Toda la zarzuela se pasa en intentar solucionar este follón, que tiene su origen en el miedo al «que dirán».
Doña Francisquita
Fernando, un petimetre madrileño, está enamorado de Aurora, porque ella es una tonadillera de dudosa reputación y eso le da mucho morbo. Aurora, que es cruel, le trata a puntapiés. Por otro lado está doña Francisquita, que quiere a Fernando porque es un calavera y a las mujeres les gustan los malos. Le declara su amor y Fernando la manda hacer gárgaras. Don Matías, padre de Fernando, es un viejo verde que quiere casarse con la joven Francisquita. Entonces, Fernando, para fastidiar a su padre (por razones que él se sabrá, porque nosotros las ignoramos) decide interponerse y quitársela, y es así como la pareja protagonista acaba junta. Tanto Aurora como don Matías sufren celos y arman algún escándalo que otro, pero al final no les queda más remedio que aguantarse con lo que hay.
El barberillo de Lavapiés
Una marquesita metomentodo y un violento conspirador intentan cargarse al ministro Grimaldi —que, dicho sea de paso, lo está haciendo bastante bien— porque es italiano y eso se lo toman como un insulto a su orgullo patrio. La facción españolista quiere colocar en su puesto al conde de Floridablanca, que es un sinvergüenza, pero, como suele decirse en estos casos, es «nuestro sinvergüenza». El novio de la marquesa la ve con el conspirador y, como no se fía de ella ni un pelo, deduce que es su amante y decide matarlos a ambos. La marquesita pide ayuda a Paloma, una costurera amiga suya que está dispuesta hacer cualquier cosa por ella siempre y cuando le pague bien. Para protegerlas a ambas se echa mano de Lamparilla, un barbero liante que se se sabe muchas artimañas y triquiñuelas. Para convencer a Lamparilla de que los ayude, Paloma le promete que le entregará lo que las mujeres suelen entregar a veces, cuando les conviene. Luego hay enredos políticos y entre todos acaban echando a patadas a Grimaldi, que no tenía culpa de nada.
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