(Reflexiones sobre un mundo que se desmorona, para regocijo de los que lo contemplan.)
La cinta de celuloide con agujeritos a los lados titulada Lo que el viento se llevó (1939), del magnífico aunque patizambo director Victor Fleming, habla de un mundo que declina: el Sur esclavista y, a la vez, caballeresco, destruido por una guerra civil. Habla también del seductor encanto de las orejas de soplillo y cómo éstas no son impedimento insalvable para ciertas actividades camiles. (¿O es «camales»? Me refiero a actividades de cama, vaya.)
(No hay que confundir Lo que el viento se llevó con Idos a tomar viento (1987), una película independiente, con más porno que otra cosa.)
Tara, la mansión en la plantación de la familia O’Hara, es buen símbolo de esos lugares tan entrañables pero que no sabemos lo que significan. Ve épocas de esplendor, con riqueza, alegría, interminables cuchipandas e invitados gorrones pero bien trajeados. Mil prósperos acres de campos de algodón, trabajados por más de cien esclavos tan negros como reumáticos. Y después, ¡ah!, los horrores de la contienda, la devastación, la ruina, los heridos, los mutilados, la caspa, el hambre, la subida de los precios de las almendras garrapiñadas y la transformación de la tierra fértil en un terreno baldío, lo que lleva a sus moradores a preguntarse sensibleramente: «¿Sigue en pie Tara? ¿O se ha ido a freír espárragos con el viento de muerte que ha atravesado Georgia?»
Esta ficticia mansión que hizo las delicias de la generación de nuestros padres (o la de aquellos que tengan mi edad y tengan o hayan tenido padres) está situada nada más y nada menos que en Jonesboro, localidad que tiene la bondad de estar emplazada cerca de Atlanta. Su nombre, ‘Tara’, proviene del gaélico Teamhair na Ri, «la colina de los reyes», pues la colina de Tara fue el centro político y espiritual de la Irlanda celta, con gran manufactura de gaitas soprano y unos burdeles famosos por su comparativa higiene.
Tara es una elegante mansión, con muchas más habitaciones que puertas, un gran salón de baile con el suelo patinoso, una majestuosa escalinata para subir, otra para bajar y un inmenso jardín lleno de magnolias rojas y cardos verdes, a partes iguales. La casa representa lo que era el Sur americano de aquellos años: una tierra orgullosa, de esplendorosa belleza, de estilo entre inglés y francés, donde podías vivir muy bien siempre que tuvieras más dinero que el vecino.
Tanto ha cautivado esta mansión la imaginación popular que son miles los que a diario visitan el Museo de Tara, lo que nos parece una soberana majadería, porque allí no se exhibe nada que merezca ni remotamente la pena.
Un momento memo(rable) de la película: Sosteniendo en la mano un puñado de la tierra roja de Tara y mordiendo un berro, la bella aunque enclenque Escarlata O’Hara pronuncia sin equivocarse casi nada una de las frases míticas de la historia del cine: «Pongo a Dios por testigo de que no volveré a pasar hambre».
(En el film se muestra cómo la protagonista se fabricó un vestido a partir de unas cortinas de brocado, para ir a seducir a uno y sacarle así los cuartos. Lo que no se enseña es que, con los retales, se hizo un caldo al que éstos aportaron una sustancia de décadas de aristocracia, que acabó resultando muy nutritiva.)
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