Luces de bohemia

 


Voy a hablar en este verso

de una obra que demuestra

que ser artista en España

nunca merece la pena,

porque es un país que trata

a patadas y a bofeta-

das a sus hijos preclaros,

haciéndoles mil faenas,

provocándoles que sufran

hambre, angustias y pobreza,

como al cabo le sucede

al poeta Max Estrella.

Imagino que ya saben

que es de Luces de bohemia

de la comedia que hablo,

que es más bien una tragedia

porque hacia el final la palman

el poeta y su parienta

y porque hay muchas más sombras

que luces en toda ella.

Como es muy desagradable

de contemplar y te deja

horrible sabor de boca,

es mejor leer en poema

su trama y por eso aquí

doy la síntesis entera,

porque yo soy boy-scout

y he de hacer una acción buena

todos los días de mi vida

por poco que me apetezca.

 

La obra se publicó

a cachitos (por entregas)

en mil novecientos veinte

y en la península ibérica

no se estrenó hasta bien en-

trados los años setenta,

porque censurar lo bueno

es una tradición nuestra

que viene de muy antiguo

y todo el mundo respeta.

 

Don Ramón del Valle-Inclán

—un escritor de primera,

aunque de carácter hosco

y proclive a las peleas—

quiere mostrar su país

bajo una luz esperpéntica

y se sale con la suya

de una manera completa.

Pega un palo a la política;

otro, al arte; otro, a la ciencia;

ataca a éstos y a aquéllos;

a la izquierda y la derecha;

a los rojos, los azules,

los blancos y los violetas;

a editores, periodistas,

prostitutas, proxenetas,

funcionarios, alguaciles,

ministros y verduleras;

en fin: se despacha a gusto

con todo el mundo y no deja

—como se suele decir—

a títere con cabeza.

 

En la trama, en quince actos,

se nos cuentan las miserias

de un escritor que está viejo,

arruinado y con ceguera.

Su editor le ha despedido

abocándole a la quiebra

y hace días que en su casa

ni se come ni se almuerza,

por lo que huelga decir

que tampoco se merienda

y no hay ni que mencionar

que mucho menos se cena.

Max sufre alucinaciones

y tristemente recuerda

cuando vivía en París

y se hartaba de galletas.

Como no tiene otra cosa

mejor que hacer, se lamenta

de su suerte y despotrica

en contra de la Academia,

que no le ha dado un sillón,

sin reconocer siquiera

que él no es un buen escritor,

no es un Cervantes Saavedra

ni un Calderón de la Barca

ni un Félix Lope de Vega.

 

Su mujer —que ya está harta

de escuchar continuas quejas

sobre lo mal que le tratan—,

insistente, le recuerda

que buscar la gloria está

bien para la gente obesa,

pero si las circunstancias

te obligan a estar a dieta,

lo que más urge es comer

y rellenar la despensa.

 

Al poco rato aparece

Don Latino —que es un jeta

de mucho cuidado y que

es el que le da la réplica

a Max— que ha ido a colocar

unos libros a una tienda

y no logrado venderlos.

Y allá marcha la pareja

a buscar algo en metálico,

iniciando una odisea

de andar de acá para allá

e ir de la Ceca a la Meca,

sin parar, en las siguientes

veintitrés horas y media

en que dura el argumento

(si es que he hecho bien la cuenta).

 

Llegan a la librería

el poeta y su colega

con el único propósito

de formalizar la venta.

Hablan con Gay Peregrino,

que ha venido de Inglaterra

y dice que aquello es Jauja

y se está toda la escena

cantando las alabanzas

de aquella nación isleña.

Aburridos de escucharle,

se marchan a una taberna,

la de la Picalagartos

(que es una tía que está buena)

para así desengrasar

bebiéndose unas botellas

y ven a mucha gentuza,

a una asquerosa clientela,

mientras que fuera, en las calles,

se está liando una guerra

porque unos obreros vagos

han declarado una huelga.

 

Max le da su capa a un niño

para que vaya a venderla.

Con el dinero que saca

no se va a comprar acelgas,

ni patatas, no señor:

el muy cretino se empeña

en adquirir lotería,

manteniendo la creencia

de que tiene que tocarle

mucho más que la pedrea.

 

A partir de aquí la cosa

se complica, pues se encuentran

al cabo de unos minutos

con un grupo de poetas

subversivos, por lo que

Max acaba en una celda.

Habla con un anarquista

catalán (que es de Manresa),

que le dice que la cosa

se está poniendo muy fea.

Le llevan ante el ministro

(un compañero de escuela)

y por la conversación

que tiene con Su Excelencia

nos podemos enterar

de que se hacen componendas,

que los políticos roban,

que los fondos se malversan

y que las autoridades

españolas —desde Ceuta

y Melilla hasta el Ferrol—

tienen muy poca vergüenza.

 

Durante toda la noche

los dos amigos pasean

sin rumbo. Es en el Café

de Colón donde tropiezan

con Rubén Darío, que está

tomándose una cerveza,

y charlan con él un rato;

mejor dicho: cotillean

acerca de amigos a los

que ponen de vuelta y media.

Luego van a unos jardines

oscuros donde se mezclan

con furcias y meretrices,

prostitutas y rameras,

con pilinguis y otras chicas

con muchas ganas de juerga.

 

En las escenas siguientes

se ve una cosa tremenda:

los militares disparan

a un niño que está en la acera

y la huelga acaba a tortas,

con gente morida y muerta.

Max sale de allí por pies

y de calleja en calleja

llega hasta su calle; entonces

empieza a sentir flojera,

debilidad en el ánimo

y temblequeo en las piernas.

En menos que canta un gallo

se muere en la misma puerta

de su casa, circunstancia

que Don Latino aprovecha

para apropiarse del décimo

tras robarle la cartera.

 

Se nos muestra el velatorio

del finado Max Estrella,

en donde se cuela un tipo

extravagante, que empieza

a decir que no está muerto,

tan sólo con catalepsia;

y así, para demostrarlo,

el muy cafre va y le pega

fuego a un pie, por si el cadáver

está vivito y protesta.

Más tarde, en el cementerio

tienen lugar las exequias,

que consisten mayormente

en que al muerto se le entierra

mientras todos cuentan chistes

e historias un tanto obscenas.

 

¿En qué acaba todo esto?

En que en la última escena

vemos que está Don Latino

muy contento en la taberna

pimplando a todo meter

vino, chinchón y ginebra,

debido a que en el sorteo

le ha tocado una friolera

de millones de esas cosas

que muchos llaman pesetas.

Afuera, los vendedores

de periódicos vocean

que la mujer y la hija

del poeta, las muy memas,

se han suicidado en su casa

por no tener una perra.

¡Esto es España, señores!

¡Esto es su vida bohemia,

la realidad de sus gentes

y su sociedad entera!

En esta pieza magnífica

a la vez que truculenta

los rasgos de nuestra patria

deformado se reflejan,

provocándonos las ganas

de mandarla a hacer puñetas

y emigrar a cualquier parte:

por ejemplo, al Congo belga

(que ahora, según me han dicho,

se llama de otra manera).

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