El rey que rabió

 


Hay un reino que va muy mal, aunque los políticos insisten en que no pasa nada y que todo se encuentra bajo control. La economía está por los suelos y el rey es un inútil total, pero se trata de un reino imaginario, no se vayan ustedes a creer que se quiere hacer aquí alusión en concreto a alguna nación cercana a nosotros: no hay que ser mal pensado.

          La época es indeterminada, pero los libretistas son imprudentes y no saben guardar un secreto, por lo que se les ha escapado que allí los militares usan tricornio, lo que nos lleva a deducir que todo sucede en el siglo XVIII. En un salón del Palacio Real lleno de espejos y de escupideras de mármol los cortesanos preparan una fiesta de bienvenida al rey, que se ha ido de gira por provincias y va a volver de inmediato. No falta nadie de la aristocracia del lugar, porque el cocinero real se da muy buena maña con los canapés.

          Tras una canción en la que coro se desgañita gritando «¡Viva el rey!» como unas cuarenta veces, llega por fin el soberano, que dice que está muy contento porque en los lugares visitados solo ha visto prosperidad, cerdos muy bien cebados y gallinas muy ponedoras. Lo que no sabe el monarca es que sus ministros han puesto decorados de mentira por los caminos que ha recorrido y contratado a actores gordos de mofletes sonrosados, rebosantes de salud, para que interpreten el papel de campesinos felices y de esta forma venderle al rey la moto de que el reino es Jauja. El monarca hace algún comentario acerca de que todas las fachadas de las casas de los lugares visitados le parecían recién pintadas, pero aparte de eso no sospecha nada.

          Como la rutina de la corte aburre al soberano soberanamente (como es lo correcto), este decide salir en un nuevo viaje de inspección por otros lugares de su territorio, esta vez de incógnito, lo que provoca el pánico entre sus consejeros, porque en esos sitios todo está manga por hombro y los campesinos a punto de rebelarse contra el tiránico rey que les cobra desmedidos impuestos. El «tirano» no sospecha nada, porque no es tiránico, sino tan solo muy tonto.

          El primer ministro y el general en jefe del ejército deciden repetir la trola que ya les ha funcionado bien una vez. Uno de ellos irá por delante, repartiendo dinero a manos llenas por donde haya de pasar el rey (aunque le duela en el alma hacerlo) para que los lugares visitados siempre estén en fiestas y el otro acompañará al soberano para que no le ataquen los bandidos que, junto con las morcillas de cebolla, son lo más típico que tiene el reino y por lo que es famoso en el extranjero. El rey y el general se visten de pastores y salen a correr aventuras por los caminos de Imagilandia o comoquiera que se llame el país.

          En la plaza de un pueblo, los lugareños se han reunido con el loable propósito de organizarse para darle una paliza al alcalde, porque no pueden pagar la contribución y no ven otra salida que arrearle fuerte a alguna autoridad civil. El alcalde sofoca aquella revolución rústica mediante el sencillo procedimiento de invitar a todos los campesinos a beber vino a discreción a cargo de los presupuestos municipales. Así se sofoca la rebelión, que acaba en una gran fiesta en los soportales de la plaza mayor.

Mientras tanto, el rey y el general han llegado a la posada y allí les atienden Rosa, sobrina del alcalde, y Jeremías, que es un primo (un primo de Rosa), un muchacho que está enamorado de ella inútilmente (porque para eso es el tenor cómico).

          El rey también se queda enganchado por los rurales encantos de la moza, que huele a tomillo y amapolas (y a estiércol, según qué día te la encuentres y qué faena haya estado haciendo desde por la mañana).

          Tiene lugar entre ambos una escena romántica, típica de esas que los libretistas escriben por docenas y de un tirón y luego van encajando como pueden en sus diversas piezas teatrales. Rosa y el falso pastor se cantan endechas el uno a la otra y la otra al uno, y Jeremías, turcamente celoso, se muerde los puños de rabia (y los codos, algo mucho más difícil de conseguir).

          Para que la acción coja un poco de interés y los ronquidos del público no impidan que los pocos despiertos puedan escuchar a la orquesta, llega una tropa a reclutar soldados (o a soldar reclutas) para el regimiento. Se llevan puestos al rey, a Jeremías y al general. Este último tiene un cabreo de los de campeonato, pero el monarca está tan feliz. Cuando le preguntan si ha servido antes al rey, el interpelado responde que no le sirvió jamás y que ya es hora de empezar a hacerlo, por lo que se alista de buen grado para servirse a sí mismo, porque es un rey muy democrático (¿ven cómo se trataba de un país imaginario?).

          En el maloliente patio de un castillo en el que el barro te llega hasta la ingle, el rey y el general hacen la instrucción junto con los demás reclutas. Con el pretexto de ver a los soldadicos y el cambio de guardia, aparece por allí Rosa, que se encuentra a solas con el rey. Como ambos anticipan que aquella intimidad les va a durar poco y que en cualquier momento aparecerá alguien por algún sitio a fastidiarla, no se entregan a las expansiones naturales en este tipo de citas, sino que deciden fugarse, cosa que hacen sin perder ni un minuto porque el tiempo es oro.

Su deserción se descubre enseguida; y como guardar secretos es algo más difícil que conseguir que ganar a la lotería sin haber jugado, alguien da el soplo y revela que el recluta no es otro que el rey cuya cara sale en las monedas, aunque en ellas tiene la nariz menos ganchuda que en la realidad. Todo el regimiento se lanza a buscar a su soberano.

          RR (Rosa y el Rey) llegan a una casa de labranza en la que se celebra una fiesta (ya hemos dicho que todo el reino estaba de juerga con el dinero que iba repartiendo el ministro) y se hacen pasar por labradores. Le dicen al ama de la finca que el ocho cilindros se les ha averiado, dejándoles tirados en medio de la carretera, y le preguntan si pueden pasar la noche allí. El ama prescinde del hecho de que los automóviles aún no se han inventado y se cree la historia a pies juntillas, acogiéndolos y dándoles refugio y un café con leche bien calentito.

          A mitad de la noche aparece por allí Jeremías pegando gritos. Ha seguido a su prima y al amante y, al acercarse a la casa, el perro guardián le ha atacado, pegándole varios bocados en el lugar de su anatomía que más suculento le pareció al animalito.

          Cuando aparece la tropa buscando al rey, los labriegos confunden a este con Jeremías y se imaginan que el rey ha cogido la rabia de resultas del mordisco. Se llevan a Jeremías, al general y al perro a la capital, para ver en qué para la cosa.

          Un coro de doctores examina al perro y dictamina solemnemente y con científica rigurosidad que o bien el perro está rabioso o no lo está, algo muy difícil de refutar empíricamente.

          Como ya ha pasado más de hora y media desde el inicio, la zarzuela tiene que ir acabando, por lo que aparece el rey en su salón y se presenta ante Rosa y Jeremías con su traje de poner primeras piedras. La campesina se pone contenta de que su pastor haya resultado ser rey (¡a ver!) y le perdona su fingimiento.

          El monarca dice que solo se casara con ella, aunque sea plebeya y patizamba. Los cortesanos, en principio, se oponen. Pero entonces el rey dice que cuando le contradicen «le da mucha rabia» y, asustados por lo que pudiera pasar, los cortesanos retiran sus objeciones.

          Queda por resolver la situación de Jeremías, por lo que el rey —muy hábil él— le asciende en su rango militar, le pone tres medalles y una banda de raso de metro y medio y, acto seguido, lo destina al lugar más alejado del reino, para que guarde las fronteras.

          El soberano y sus súbditos son felices, la zarzuela acaba con todo el mundo entonando una salve al rey y la situación en el reino sigue igual de mal sin que a la clase política le importe un rábano. (No era un reino tan ficticio, a fin de cuentas.)


 

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