Hay un tipo de comedias
que son los dramas rurales
y que —si somos sinceros—
no hay ni Dios que los aguante.
Pero en todo hay excepciones
—aseguran los que saben—
y hablaremos hoy de una
de ellas: de Bodas de sangre,
un dramón como un castillo
—o más bien una pirámide—
escrito por García Lorca,
don Federico (ya saben
quién les digo: ese poeta
a quien dejaron fiambre,
porque en España hay personas
perfectamente capaces
de pegarte siete tiros
o más, si es que no les caes
simpático, si no aprueban
tus tendencias sexuales
o no les gusta el color
de tu corbata o tu traje).
Como la comedia dura
más que tres largometrajes,
no sé si contarla entera
u ofrecerles sólo un tráiler.
En fin: yo la empiezo, pero
lo dejo en cuanto me canse.
Un novio tiene una novia
tan guapa que dan calambres
en los ojos de mirarla.
Tienen ya listo menaje,
trousseau, cura, monaguillos,
convite, ajuar y otros trámites
para poder celebrar
los esponsales a escape.
Él está muy inflamado
de pasión (¡está que arde!)
y ella, en cambio, no demuestra
prisa por llegar al catre,
que está un tanto inapetente
de delicias conyugales,
más frígida que un sorbete,
menos coqueta que un fraile.
Esto a la madre del novio
no le complace ni un ápice
y por aquel matrimonio
no apuesta ni dos reales.
Hay, además, otro hecho
que anticipa la catástrofe
y es que la novia fue novia
—tiempo atrás— de un mozo cafre
de una familia enemiga
que sacaba los puñales
como quien saca un pañuelo
del bolso para sonarse.
Hubo muertos cuando antaño
se sacudieron los clanes
entre sí a mansalva por
un «¡quítame allá esos acres!».
El crimen está olvidado
por todos, pero la madre
tiene un mosqueo con la nuera
que no hay caló que lo salte,
piensa que el futuro está
más negro que el azabache
y tiene el presentimiento
de que aquel bodorrio es gafe.
En efecto: al poco rato
de efectuarse el maridaje
(mientras que los convidados
se comen los calamares
a puñados, en la barra
libre fluyen los coñaques
y el padrino da un discurso
al que no hace caso nadie),
la novia les dice a todos
que sale a tomar el aire;
y las buenas intenciones
que tuvo antes de casarse
de serle fiel a su esposo
se marchan por el desagüe.
Coge un caballo y galopa
mucho más veloz que el AVE
a ver a su antiguo novio,
que tiene mejor pelambre
que su reciente marido,
tabletas de chocolate
en el pecho y, por lo visto,
camiles habilidades
que despiertan en las hembras
aprobaciones unánimes
y justifican que el tipo
se lleve a todas de calle.
A los dos minutos justos
lo comentan las comadres,
que tienen sextos sentidos
para asuntos de esta clase
y saben a ciencia cierta
cuándo hay o no hay tomate.
Se lo cuentan al marido,
que lanza doscientos ayes
y, al mirarse con más cuernos
que los que tuvo el buey Apis,
el Minotauro o los signos
Tauro y Capricornio y Aries,
llora lágrimas de sobra
para llenar un embalse.
La madre —que ya hemos dicho
que se olía la catástrofe—,
para evitar que el dolor
vuelva a su hijo mochales,
le incita a que los persiga
y, en cuanto que les dé alcance
—aunque ellos se hayan marchado
más lejos que Magallanes—,
los mate a los dos bien muertos,
poniendo a su honor un parche.
La da un cuchillo afilado
(especial para masacres)
y le dice que no vuelva
sin pinchar a los infames.
El marido —¡qué remedio!—,
por no parecer cobarde
y por no atreverse a de-
sobedecer a su madre
(que tiene un genio más fuerte
que Daoiz y Velarde),
va tras los adulterinos
con intención presidiable.
Aquella noche, en el monte,
se lo montan los amantes.
Ella se desnuda por
completo (salvo unos guantes,
regalo de un primo suyo
venido de Castro Urdiales
y a quien tiene mucho aprecio)
y él, viendo que hay humedades,
la cubre con sus abrazos
para que no se acatarre.
Como no es vegetariano
y le apetecen las carnes,
pues se pone como el Quico
—ese popular mangante
que nadie ha sabido nunca
quién es ni de dónde sale—
y, resumiendo, señores:
goza todo lo gozable
aplicando el «Carpe diem»;
y ella piensa, por su parte:
«Más vale pájaro en mano
que ver volar a cien ánades.
Vivamos aquí y ahora,
dicen sabios orientales».
Mientras los dos filosofan
y se quedan jadeantes,
el sol sale por Oriente
(que salir por otra parte
habría armado un buen barullo
y convertido en orates
a los técnicos de los ob-
servatorios espaciales).
Con el alba, llega el otro
y les recita un romance
afeando su conducta
nada correcta y llamándoles
cosas feas (que omitimos
por ser muy poco agradables).
Luego, como el tiempo es oro,
sacan los dos sus puñales
con el propósito obvio
y claro de apuñalarse
bien por turnos o a la vez
hasta que alguno la palme,
mientras la novia los mira
diciendo: «¡Esto está que arde!»
A Lorca, autor de la pieza,
le da lo mismo quién gane
—pues no tiene favorito
entre los dos personajes—
y, para ser imparcial,
deja a los dos a su aire,
pues como dice el refrán:
«El buey suelto bien se lame».
Calderón hubiera hecho
que el marido le atizase
al seductor, en el hígado,
por lo menos dos viajes
y recobrase su honor
de esta forma espeluznante.
Mas lo que pasa en verdad
en el final del combate,
en este duelo —que ya
se está haciendo interminable—
es que el uno mata al otro
y el otro, al uno: hay empate.
Si me quedara paciencia,
ahora podría contarles
cómo se llevó la viuda
con su suegra en adelante,
cómo fue su convivencia
diaria después del trance,
más para historias de horror
ya hemos tenido bastante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario