Abdul Kasim Ismail (938-995), Gran Visir de Persia, era un grandísimo esnob al que le gustaba presumir de ser un hombre muy culto. En realidad, su coeficiente intelectual era tal que se habría visto en un aprieto si hubiera tenido que atarse él solo los cordones de los zapatos. Por fortuna para él, sus babuchas no llevaban cordones.
Se vanagloriaba en especial de ser un gran amante de la lectura. Para demostrarlo, nunca se separaba de sus libros e iba con ellos a todas partes. Bien es verdad que poseía sólo seis libros en total.
Entonces sucedió que le ofrecieron de saldo una biblioteca extensísima, de más de 117.000 volúmenes. El precio era una verdadera ganga y el Visir no podía dejar de adquirirla sin que se descubriese que los libros le importaban un dátil (un pimiento, en terminología europea). Así es que la compró enterita.
A partir de ahí se le planteó un dilema, porque el mantenimiento cohesionado del imperio le obligaba a viajar con frecuencia. ¿Se separaría de sus supuestamente amadas nuevas adquisiciones literarias? He aquí cómo se las ingenió para poder seguir teniendo fama de bibliófilo y lector empedernido.
Como el dinero no era problema, dedicó al asunto cuatrocientos camellos bien robustos que, desde ese día en adelante, acarrearon los libros allí donde el Visir se dirigía. En cada desplazamiento, a la litera del Visir le seguía una caravana de rumiantes jorobados, que llevaba los libros por orden alfabético. Cuando en cualquier parada el Visir quería fingir que deseaba consultar algún volumen en concreto, mandaba acercarse al camello de la letra correspondiente al inicio del título. Ésta fue la primera biblioteca ambulante del mundo.
Lo que los historiadores no contaron en su día (por decoro o por deseos de conservar la cabeza en su sitio adecuado) era que, tras los camellos cargados de libros, venían los que transportaban a un buen número de señoritas cuidadosamente elegidas y también organizadas por orden alfabético. Ellas entraban subrepticiamente en la tienda del Visir cuando éste simulaba estar leyendo, para entretenerle jugando al ajedrez, con toda probabilidad.
*
Mucho antes que Erik el Rojo, vikingo trashumante, otros hombres hollaron con sus pies (¡qué verbo más cursi!) el suelo de América.
Fue en el siglo XXVII (es decir: hace la tira de años) y el honor correspondió a dos flacos astrónomos chinos, llamados Hsi y Ho, cuyos apellidos se desconocen (bueno, los desconocemos nosotros; se supone que ellos sí los sabrían).
Salieron de China por orden del emperador Huang Ti, que los mandó que se fueran a Fu Sang (que no es ningún sitio feo, sino los territorios al este del Celeste Imperio). Nuestros dos hombres se embarcaron y viajaron hacia el norte, por el estrecho de Behring, y luego hacia el sur, costeando el litoral americano y costeándose el viaje de su propio bolsillo, porque el emperador era tacaño y no les dio dietas.
Parece ser que visitaron el Gran Cañón del Colorado, que se hallaba recién inaugurado por aquel entonces. Incluso llegaron en sus excursiones hasta México y Guatemala, salvo que fueran unos exagerados y contaran eso sólo para presumir.
Decidieron regresar a China —porque los tallarines americanos no acababan de convencerles— y relataron de pe a pa su viaje. Pero el emperador estaba ya mayor y no se acordaba muy bien de ellos, por lo que casi no se enteró de lo que le estaban contando. De hecho, durante la audiencia, creía estar presenciando una comedia y se quejó de que salieran tan pocos personajes y de que no tuviera música.
Los
burócratas hicieron un informe con cinco copias y lo archivaron cuidadosamente,
sin prestarle ninguna atención, por lo que este primer descubrimiento del Nuevo
Mundo permaneció más desconocido para la Historia que el nombre del inventor
del pan con mantequilla.

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