Richard Wagner


 

(Escrito en el que me burlo de las supersticiones en la que creía el famoso músico alemán, porque yo soy de la clase de personas que si va por una calle y ve una escalera apoyada contra la fachada, pasa por debajo adrede dos o tres veces.)

          Seamos cultos: el asco al número trece se llama ‘triscaidecafobia’.

(Hay otros nombres más complicados aún. Si el miedo es a los martes y trece, se denomina trezidavomartiofobia; si es a los viernes y trece, como en el mundo sajón, entonces se llama parascevededecatriafobia o también friggaatriscaidecafobia. Esto es así porque hay gente que se empeña en aprender griego y, después de aprenderlo, se da cuenta —tarde— de que es una lengua que no sirve absolutamente para nada, salvo para inventarse palabras de estas que nadie puede pronunciar nunca bien.)

 

          Los supersticiosos mantienen que hay ocasiones en que la fuerza de los hechos nos obliga a reconocer que hay más cosas en este mundo de las que comprende la filosofía de Horacio (Horacio, ya saben quién les digo: el que iba siempre con Hamlet para que éste le pagara las copas).

          El ejemplo de la vida de Richard Wagner es ilustrativísimo, ya que estuvo marcada por el número 13 y sus fatalidades. Las coincidencias son abrumadoras, aseguran sus biógrafos.

          Para empezar, nació en 1813 o casi, porque vino al mundo el 1 de enero de 1814, pero muy temprano.

En su casa eran siete hermanos y, con los seis de la vecina de al lado, sumaban trece niños en el rellano de la escalera.

Wagner tenía trece lunares en todo el cuerpo (bueno, muchos más de los pequeñitos, pero grandes, sólo trece).

          Sus padres vivieron en el número 13 de una calle, aunque sólo durante algunos meses.

          El nombre y los apellidos de Richard Wagner tienen precisamente 13 letras, si no contamos la ‘ch’ como una sola.

          En su niñez, el gato de su vecina, que era un tanto arisco, le arañó trece veces.

          Fue a los trece años cuando descubrió y perfeccionó una técnica auto-masajística que ya no olvidó durante toda su vida y que le sirvió de consuelo en su senectud.

          Su perro, Wolfgang (llamado así en honor a Mozart), murió a los trece años.

          Un 13 de diciembre cogió una gripe que le tuvo en cama todo un mes.

          Compuso catorce óperas, pero como una estaba plagiada de un compositor amigo, realmente se quedan en trece.

          Wagner falleció el 12 de febrero de 1883; o sea, que ya ven por qué poquito.

          ¡Todo este cúmulo de circunstancias hace que muchos incrédulos se vean obligados a plantearse la veracidad de los esoterismos!

          Pero si somos de mente científica, no hemos de hacer caso a lo que le pasó a Wagner, sino que debemos combatir la necia superstición allí donde nos la topemos.

          Estas majaderías sólo desaparecerán combatiéndolas. Así que propongo que todas las personas sensatas nos dediquemos a lo siguiente:

1) rotura de espejos;

2) vertido de sal;

3) apertura de paraguas en el interior de las casas;

4) colocación de muchos sombreros encima de la cama;

5) apertura y cierre repetido de tijeras, y

6) búsqueda y contemplación de gatos negros.

          Si todos lleváramos a cabo estas actividades durante un mínimo de dos horas diarias, nuestro mundo sería indiscutiblemente mejor, más racional y más sensato.

 

 

 


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