¿Se conocen la leyenda
de Guillermo Tell o Wilhelm,
en alemán? Fue un revolu-
cionario cuando la inde-
pendencia de Suiza, un tío
con una vista de lince,
que vivió en Altdorf (un pueblo
hermanado con Belchite),
que con la ballesta era
un tirador infalible
y que hacía un arroz con leche
para chuparse el meñique,
el dedo de la sortija,
pulgar, corazón e índice.
La historia de este gran héroe
dio mucho dinero a Schiller,
quien nos la contó en un drama
más largo que de aquí a Chile
por la ruta de Hong Kong
con escala en Tenerife,
de esos que te hacen llorar
y enormemente insufrible.
Parece ser que en el siglo
trece (o el catorce o quince,
porque a los historiadores
el hecho que les distingue
es meter la pata mucho
y no saber lo que dicen)
Suiza era parte de Austria
—por más que quisiera irse—
y un gobernador malaje,
Gessler, más malo que un quiste
en el riñón y más fiero
que un pirata del Caribe,
mantenía a los suiceños
en una pobreza horrible,
con muchas tasas y muy
pocas cosas comestibles.
Para más recochineo,
(esto es: para más inri)
colgó Gessler su sombrero
allí, en la puerta de un cine,
para que representara
la autoridad de su príncipe
(porque no quiso gastarse
el dinero en una efigie)
y todos los que pasaban
tenían que hacer una triple
genuflexión ante el gorro
bajo penas muy terribles.
Guillermo Tell va al mercado
un día a comprar alpiste
para su canario y pasa
por delante, de palique
con su hijo Hans, y no ve
el sombrero del belitre,
por lo que no genuflexa
y, en consecuencia, delinque,
aunque sin mala intención.
Cuando se entera el cacique
de tal falta de respeto,
primero le da un berrinche,
luego se lleva un soponcio
y enseguida sufre un síncope,
por lo que para vengarse
se propone divertirse
a costa de Tell y al punto
ordena que se le trinque.
Catorce guardias se plantan
ante Tell (que había ido al tinte
a recoger un abrigo)
con intenciones hostiles.
Pelean durante un rato
y uno de los malandrines
le pone la zancadilla
a Tell, que se cae y se rinde.
Los esbirros ante Gessler
llevan al autor del crimen,
que camina lentamente
porque se ha hecho un esguince.
Gessler, con muy mala idea,
mira a Guillermo y le dice:
«¿Crees que olvidaré esta afrenta?
¡Ni hablar de los peluquines!
No te mostraré piedad
por mucho que te santigües,
pues de darte un escarmiento
he hecho propósito firme.
Te daré un castigo y
que se rasque quien le pique.
Tienes fama de muy hábil
con la ballesta. ¿Es posible
que aciertes a una manzana?
Te suelto si lo consigues.»
«Por supuesto: no hay problema»,
dice Tell, mientras maldice
sotto voce a su captor,
deseándole una gripe,
un cólico miserere,
que muera, palme y espiche.
El gobernador, entonces,
arteramente prosigue:
«Si te resulta sencillo,
lo pondremos más difícil.
Tu hijo, el que te acompaña,
la sostendrá. ¡No la pringues!
Procura lanzar la flecha
de modo que no le pinche.»
Y Gessler, el muy canalla,
ríe cual si oyera un chiste.
Viéndose en tal situación
y sin nadie que le auxilie,
Tell nota cómo dos cosas
suben hasta su laringe
(¿han visto con qué elegancia
este efecto se describe?),
mas no tiene otro remedio
que cumplir lo que le exigen.
Su hijo es gordo, con lo que
es fácil que le destripe
de un flechazo; de haber sido
más delgado y alfeñique
el riesgo fuera menor.
«¿Puedo disparar con trípode?»
pregunta Tell, pero el otro
no le deja: es inflexible.
«¡No, de ninguna manera:
dispararás a pie firme!
Y agradece que no hago
que te montes en patines.»
Se acerca la hora fatal:
o matará o será libre,
una de dos, que ambas
cosas no resultan compatibles.
Pone al niño en la cabeza
la manzana y le bendice,
diciendo frases de esas
que resultan tan repipis.
Cuando ya tiene la fruta
bien colocada, le pide
que procure no moverse
—incluso aunque se le licuen
las tripas de puro miedo—,
que se aguante y se resigne.
Se aleja de él cien pasos,
se sube los calcetines,
limpia el sudor de su frente,
coge la ballesta, mide
la distancia, cierra un ojo,
coge aire y se decide.
¡Ahora ha llegado el momento!
Los que contemplan reprimen
el aliento unos segundos.
¡Oh, qué instante tan sublime!
Y entonces, Guillermo Tell,
antes que nadie le pille,
en menos que canta un gallo
y en menos que ruge un tigre,
echa a correr, deja a todos
con un palmo de narices,
se hace humo en la distancia
y ya no se le distingue.
No consiguen alcanzarle
por mucho que le persiguen
y cuando el héroe se para
ya ha llegado a Mozambique.
Se refugia en una selva
totalmente inaccesible,
repleta de cocodrilos,
ejércitos de reptiles,
un escuadrón de panteras
y un pelotón de mandriles
con el propósito de
convertirse en aborigen.
Y allí Gessler no le encuentra
ni aun mandando a un detective,
porque el sitio en que se esconde
no hay ni Dios que lo averigüe.
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