El montón de piedrecitas

 


Todo esto sucedió en la antigua India, sólo que entonces no era antigua, aunque ahora nos lo parezca a nosotros.

Un brahmán de la ciudad de... (bueno, no sabemos de qué ciudad era, pero eso da lo mismo: no afecta para nada a este cuento que les cuento) ... había llegado a una edad bastante avanzada debido a su tozuda insistencia en seguir viviendo y no morirse ni una sola vez. Creyó, entonces, llegado el momento de dedicarse por entero a la vida contemplativa, como se esperaba de cualquier brahmán que desease convertirse en hombre santo. Para ello debería renunciar a las vanidades del mundo y a las napolitanas de chocolate. No poseía casi nada; de hecho, las ratas de su casa eran más solventes que él. Así es que no le fue difícil repartir entre los pobres sus escasas posesiones y un dibujo a carboncillo de una rupia, que de todo lo que tenía era lo que más se parecía al dinero.

Hecho lo cual, partió para hacer una peregrinación al sagrado río Ganges, bañarse (sin tener que pedirle prestada el agua a un vecino) y adquirir por este medio una buena dosis de santidad.

De camino pernoctó en un bosque y allí, a la pálida luz de la luna (como dice la canción de la tuna), vio algo metálico que brillaba en el suelo. Creyó en principio que se trataba de una lata de algún refresco de ésos que tienen tanto azúcar. Pero al acercarse comprobó que no: era una jarra de plata que estaba medio escondida entre la hojarasca. Comprobó con sorpresa (y con tremenda alegría, para qué vamos a mentir) que se hallaba llena de monedas de oro y de piedras preciosas de todas las formas y colores imaginables. Su contenido debía de valer una verdadera fortuna.

El brahmán sintió entonces debilitarse su decisión sántica. Es relativamente fácil renunciar a la riqueza cuando no la tienes en absoluto o despreciar el dinero cuando no lo has visto nunca y sólo posees una idea aproximada de lo que es y para lo que sirve. Pero, ¡ah, amigo!, ahora era muy distinto. Aquellas monedas le convertían talmente en un Kubera [un Creso indio, para que nos entendamos]. Y, ¿qué quieren? El hombre es débil por naturaleza y mentiríamos como grandísimos bellacos si les dijéramos que aquel brahmán no se sintió tentado de abandonar su vida espiritual y regresar a su pueblo natal convertido en un potentado. ¡Sus vecinos se iban a enterar! Se morirían de envidia.

Durante toda aquella noche, esta perspectiva (y los mosquitos, claro) no le dejaron dormir. Pensamientos enfrentados le confundían. (¡Huy! «Pensamientos enfrentados»... ¡Hay que ver qué frase tan pedante he ido a escribir para contarles que el hombre tenía un cacao mental que no se aclaraba!)

«¡He aquí que puedo abandonar de una puñetera vez el ascetismo y vivir mis últimos días en medio de los suculentos placeres que las riquezas pueden proporcionar! Ya no tendré que vestir estos bastos y pobres ropajes que me producen tanto picor, sino que me envolveré en sedas, aunque las gentes piensen de mí cosas que no son», se decía. «Por otra parte, hice un gran esfuerzo en tomar la decisión de dedicarme al perfeccionamiento espiritual —lo que me ha costado lo mío— y no es cuestión de echarlo todo por la borda. Además, ahora tendría que hacer uno aún mayor para renunciar a esta riqueza que se ha puesto en mi camino. ¿Qué camino seguir, qué decidir ante tal dilema? ¡Estoy hecho un lío!»

Le dio vueltas y más vueltas a las dos opciones que tenía ante sí, pero su capacidad decisitoria estaba más bien débil, tras tantos años de hacer más lo que se suponía que se tenía que hacer un brahmán que se preciara. Pero de su decisión en aquel momento iba a depender su vida futura y las siguientes, pues el hombre creía a pies juntillas en la reencarnación. ¿Seguiría con su vida de santidad o aprovecharía el tesoro hallado para darse lo que en sánscrito se conoce como pitrajîvansthiti [la vida padre]?

Nuestro hombre pasó varios días de angustia en el bosque (creemos que la angustia era debida no tanto a su dilema sino a que se alimentaba de las raíces equivocadas), incapaz de decidirse por guardar o renunciar a la maldita jarra que había aparecido en su vida para apartarle del camino meritorio («el camino meritorio», otra cursilada; está visto que hoy no es mi día). Ante esta incapacidad optó por abandonar su futuro a la suerte o al destino y esperar de los dioses un aviso o una señal que pudiera interpretarse claramente.

A los pocos días estaba harto y aburrido de esperar una señal que no llegaba ni a la de tres. Al parecer, la suerte, el destino y los dioses tenían otras cosas más importantes en las que ocuparse que mandarle señales a aquel brahmán imbécil.

El hombre salió del bosque decidido a quedarse con la riqueza y no complicarse la vida con dilemas de conducta.

Pero el caso era que ya casi había llegado a las orillas del sagrado río e iba a ser una lástima dejar pasar una ocasión tan buena de purificarse (que buena falta le hacía). Así es que el muy avaricioso quiso tenerlo todo: la riqueza y la santidad de aquellas aguas límp... (pensaba escribir ‘límpidas’, pero luego me he arrepentido, porque aquellas aguas del río eran muy santas, qué duda cabe, pero estaban definitivamente putrefactas).

Antes de comenzar las abluciones, los ritos de purificación y toda la gaita, el brahmán marchó a un lugar apartado y enterró la jarra en el suelo, para recogerla más tarde y volverse con ella a su pueblo a dedicarse a gozar de la vida y al dolce far niente indostano.

Tras ocultar su tesoro pensó que no iba a saber reconocer el lugar cuando regresara más tarde y, para marcarlo, consideró dos opciones. Una era colocar en el lugar un cartel que dijera: «Tesoro enterrado aquí»; la otra consistía simplemente en indicar el lugar con un montón de piedrecitas. Optó por la segunda, más que nada porque no llevaba encima nada con lo que escribir.

Nadie le había visto depositar la jarra en el agujero que había cavado, pero un cotilla profesional, de esos que nunca faltan ni en los pueblos más remotos de la lejana India, pasó por allí cuando el brahmán finalizaba ya su tarea y contempló desde lejos cómo juntaba piedrecitas, haciendo con ellas un pequeño montón. Cuando éste se hubo alejado (el brahmán, no el montón; el que se alejó fue el brahmán; quede claro), el recién llegado se dijo a sí mismo (porque no había allí nadie más a quien decírselo):

«Este venerable aunque flaco brahmán ha hecho una montañita de piedrecitas antes de dirigirse al río a llevar a cabo los ritos sagrados. Yo no he visto a nadie hacer eso en mi vida, pero este hombre santo sabe, sin duda, lo que se trae entre manos. Si él lo hace será porque es una práctica religiosa muy meritoria para cualquier hijo de vecino. Haré pues una montañita de piedrecitas yo también, para no ser menos que nadie». Y se puso manos a la obra.

Otros peregrinos que pasaban por allí lo contemplaron. Le preguntaron de qué iba todo aquello y el hombre les habló de la tradición del sagrado montón. Entonces todos decidieron imitarle y, al cabo de unas horas, como ustedes se pueden imaginar, el lugar estaba repleto de innumerables montañitas de piedrecitas.

Cuando el brahmán hubo acabado sus abluciones y sus ofrendas en el templo a orillas del río y tras comprarse un cucurucho de pipas de girasol, que le gustaban con deleite, regresó a aquel lugar para recoger la jarra y, ¡su gozo en un pozo!, se encontró con que no podía reconocer su montón entre tantos otros parecidos.

Entonces intentó cavar en todos ellos para averiguar cuál era el suyo, pero las buenas gentes que pululaban por allí se lo impidieron airadamente.

—¿Cómo te atreves a profanar estas ofrendas, hechas por los peregrinos, en estos pequeños santuarios? —le dijeron—. ¡Lárgate de aquí y no se te ocurra ni acercarte a ellos!

Pero como el brahmán no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer así como así y comenzara a cavar en aquellos montículos para encontrar el oro, los presentes se enfadaron por aquella profanación y le dieron al brahmán una somanta de tres horas y cuarenta y siete minutos de duración que lo dejó para el arrastre.

Sólo entonces se le abrieron los ojos al brahmán. La riqueza que le había dado la tierra había vuelto a la tierra. Aprendió así la carencia de valor de las cosas mundanas y, magullado pero más sabio, se alejó de aquel lugar (renqueando).

Aquellas piedrecitas insignificantes habían hecho que un brahmán majadero creara una tradición estúpida que aún perdura. Así se escribe la historia.

 

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