Mao Zedong

 

 


El orondo Mao Tse-tung,

héroe de esta biografía,

fue el máximo dirigente

del Partido Comunista

gobernante de la Re-

pública Popular China;

quien hizo que Chiank Kai-shek

se escapara, ¡el muy gallina!;

quien impuso en su país

los postulados marxistas;

quien le dio un papel central

a las clases campesinas

(que desde la antigüedad

se estaban muy calladitas)

y quien hizo de su patria

una gran economía,

tan repleta de recursos,

tan fuerte y tan expansiva

que están metidos en todas

partes y a poco que miras

te encuentras con una tienda

de chinos en cada esquina.

 

No sabemos si contarles

los detalles de su vida:

dónde nació, en qué museo

se guardan sus zapatillas,

si se casó una o dos veces

o cinco o seis o infinitas,

si le pegaba su padre,

si tuvo la tosferina,

si le gustaba comer

chop suey o patatas fritas,

si sabía chistes de locos,

si sentía o no cosquillas,

si era diestro o era zurdo,

si tenía alguna tía

que le hiciera su heredero,

si hacía trampas a la brisca

o era alérgico a los gatos,

en fin: esas cosas íntimas

que solemos ignorar

generalmente y que pican

la curiosidad a todos

aquellos que son cotillas.

No lo haremos. Hemos deci-

dido usar esta poesía

tan sólo para contarles

sus peripecias políticas,

si no, la cosa se alarga

y se hace muy aburrida.

 

Mao nació muy pequeñito,

aunque crecía a ojos vistas,

siendo a cada día un

poco mayor que la víspera.

Fue al colegio... (no seguimos,

pues ya ustedes se imaginan

lo que vamos a contarles:

cosas nada entretenidas).

 

El año en que el Kuomintang

rompió con los comunistas

y acabaron a guantazos

a costa de unas provincias,

la cosa se puso fea.

Mao quiso hacerse activista

de esos que largan discursos

gastando mucha saliva.

Y para darle a su imagen

un look como de milicia,

fue y se puso un uniforme

que le tocó en una rifa

—que por quedarle muy ancho

le tapaba la barriga—

y se agenció un gorro que le

cubría la coronilla

y que le hacía salir

sexy en las fotografías.

 

Decidido a ser un líder

y no otra cosa distinta,

empezó a hacer la puñeta

y se inventó las guerrillas

(un concepto que vendió

en América Latina

para acabar con los go-

biernos autoritaristas

y que todos conocemos

por verlo en muchas películas).

 

Al cabo de varios años

de estas luchas intestinas

con muchos retortijones,

sufrimientos y la tira

de muertes en las que Mao

fue el principal chinicida,

la gente del Koumintang

se cansó de batallitas,

dijo: «¡Ya está bien!» y dio

la partida por perdida.

Chiang Kai-shek, antes de que

le pusieran de patitas

en la calle o le picaran

para hacer albondiguillas,

salió pitando en avión

—en primera— hacia la isla

de Taiwán, llamada entonces

la China Nacionalista,

en donde decían que ataban

los perros con longanizas.

 

Mao quedó de mandamás

allí en la Ciudad Prohibida,

disfrutando del palacio,

del jardín y la piscina,

cual si fuera el heredero

de una de esas dinastías

famosas por sus jarrones

pintados con florecitas

y que se llamaban Ching,

Ming o cosas parecidas.

A su forma de pensar

se denominó «maoísta»,

aunque no era un pensamiento

ni ninguna ideología

ni Buda que lo fundara,

tan sólo acción sin teoría:

disparar a los burgueses

que estuvieran a la vista

y, si se acercaban mucho,

romperles varias costillas.

 

Lo que pasó en el Celeste

Imperio tras la subida

al poder de Mao Zedong

(como se le conocía

en China) tiene delito

y es menester que se diga.

Con lo de impedir la res-

tauración capitalista,

Mao se cargó a muchos chinos

de los que le parecían

que eran poco de fiar.

Según los comentaristas,

los muertos que resultaron

de que él echara una firma

fueron setenta millones,

de forma aproximativa.

Hitler no se cargó a tantos

(por eso se dijo «cría

fama y échate a dormir»),

no hizo tanta escabechina

y, sin embargo, ha quedado

como el mayor homicida

que vieron nunca los siglos.

Pues, no señor: es mentira.

Al lado del camarada

Mao, Adolfo fue una birria

de asesino, un amateur,

un malo de pacotilla,

un genocida al detall,

un mezquino minorista.

 

Pero sigamos contando

lo nuestro, que corre prisa.

Como en el cincuenta y ocho

hubo algunas voces críticas

con el partido y los miembros

de su junta directiva,

Mao Tse-tung inició el mo-

vimiento antiderechista

y con ánimo patriótico

y disposición belígera

cortó bastantes cabezas

como el que hace empanadillas.

A partir de ese momento

histórico, las medidas

que iba tomando el gobierno

a todos les parecían

colosales, estupendas,

geniales y oportunísimas.

 

¿Qué más pasó? Hubo un aumento

en la producción agrícola

y, por exceso de trigo,

todos comieron rosquillas

sin parar durante un año.

Mao se enfadó con Nikita

Jruschof y las relaciones

con Rusia se hicieron trizas.

Ordenó invadir Manchurria

y hubo luchas fronterizas.

China derrotó en ping-pong

al Uruguay y Argentina.

Y Mao se inventó un sistema

para quedar por encima

del partido y de esa forma

saltarse su jerarquía:

hizo una Revolución

Cultural nacionalista

dando poder a su guardia

para hacer lo que él quería.

 

Para achinarse del todo

sin que quedara la mínima

duda del achinamiento,

los buenos chinos debían

darles tremendas somantas

y sanguinarias palizas

a todos aquellos chinos

que vistieran con camisa

extranjera y que llevarán

bufandas o gabardinas.

Si alguno tenía algún cuadro

de un maestro impresionista,

era su deber prenderle

fuego o bien hacerlo astillas.

Y como los chinos son

obedientes, si veían

en otros cualquier conducta

con tufo de burguesía

o que fuera occidental,

se chivaban enseguida

y los delincuentes simple-

mente desaparecían.

 

Acabemos nuestra historia

sobre esta figura mítica

—que gobernó tantos años

al pueblo con ictericia

(que así se llama a los chinos)—

con una nota erudita,

una anécdota que no

sabemos si es conocida:

Mao escribió un Libro rojo

que rebosaba de citas

y frases inanes que

resultaban soporíferas

y que, aunque son numerosas,

parecen todas la misma.

Te lo tenías que saber

por sopas. Quien cometía

errores al recitarlo,

quien se saltaba una línea

o lo pronunciaba mal

no solía seguir con vida.

Si en algún momento te

paraba la policía

y por un descuido no

llevabas el libro encima

(quizá porque te lo hubieras

olvidado en la oficina),

te caía una condena

de cuarenta años y un día

como poco, con trabajos

forzados y sin comida.

El libro se vendió más

que Don Quijote y la Biblia,

un dato que nos demuestra

a nosotros, los plumillas,

una verdad innegable:

el triunfo es cosa sencilla

si hay un marketing potente,

aunque escribas tonterías.

 

 

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