La bella Otero

 


La bella Otero no era tanto como fea, porque eso sería decir demasiado, pero sí normalita. Sin embargo, consiguió ser conocida por ese sobrenombre y, a decir de los historiadores, tuvo mucho éxito.

          Pese a su mediocridad béllica o hermósica (lo que puede atestiguarse por sus fotos), algo tendría la prójima que evidentemente despertaba el entusiasmo masculino. Las cúpulas del hotel Intercontinental Carlton de Cannes están inspiradas en sus pechos, por capricho del arquitecto, uno de sus admiradores más rendidos. Hay otra zona del hotel inspirada en otra parte de su cuerpo, pero no hemos conseguido averiguar cuál.

          Carolina Otero (1868-1965), née Agustina, se chupó una niñez pésima, eso sí; pero es lo único seguro, porque todas las demás anécdotas que se cuentan (y que contamos) sobre ella son seguramente falsas. Dicho de otra manera: no hay personaje que acumule en su biografía más embustes por metro cuadrado o año vivido.

          Fue violada y maltratada desde niña y, ¡normal!, se hartó. A los doce años cogió el portante y desapareció de su casa con un tal Paco (no era un individuo muy elegante), que ejerció con ella de proxeneto (género y lenguaje no sexista ante todo).

          Trabajó en Lisboa de bailarina, moviendo esas cosas que las mujeres pueden mover y que dan lugar a tantas movidas entre sus amantes y pretendientes. ¡Fíjense si lo hacía bien que le llegaron a pagar dos pesetas!

          Pero Paco la abandona en 1888 como un calcetín desparejado y ella le persigue a la pata coja hasta Barcelona. Allí pregunta la gente por la calle si alguien ha visto a Paco, pero nadie sabe contestarle. En vista de ello, se liga a Ernest Jurgens, que tenía un banco, y se va a Marsella, donde se transforma en andaluza de origen gitano, pese a haber nacido en la húmeda localidad de Ponte de Valga que, si no la han cambiado de sitio desde la última vez que la visitamos para ver a una tía nuestra que vive allí, está en Pontevedra.

          En 1890 asomó su nariz por Nueva York. En la gran manzana, la bella triunfó lo bestia. Realizó giras mundiales como actriz y meretriz. Bailó ante el mismísimo Rasputín, que se animó a acompañarla en un zapateado.

          En 1900 ya era la sensación de París, a cuyos aristócratas devolvió todo tipo de sensaciones. Los escenarios y las camas fueron su hábitat natural y le proporcionaron dieciséis millones de dólares en billetes pequeños.

          Se nos había olvidado decir que la Otero se había casado en Lisboa con el conde Guglielmo de no sé dónde, pero se divorció a tiempo para unirse a un tal Ollstreder, que le recordaba a Jurgens en que también tenía un banco, que a Carolina le gustaban mucho.

          Resumiendo, que es gerundio.

          Una lista sucinta de sus amantes (paganos) incluiría al gran duque Pedro Nikoláievich, al príncipe de Gales y futuro rey Eduardo VII de Inglaterra, al duque d’Uzès, al príncipe Nicolás de Montenegro, al príncipe de Sagan, al duque de Westminster, al káiser Guillermo II de Alemania, al príncipe Alberto de Mónaco, a Leopoldo II de Bélgica, al zar Nicolás II de Rusia, a Alfonso XIII de aquí de casa, al emperador Taishō de allá y a alguno más que nos estamos dejando en el tintero. A los escritores, pintores, políticos, etcétera, no los mencionamos por falta de espacio.

          Según la leyenda, hasta seis hombres llegaron a cometer suicidio por ella, pero ya se sabe que hay gente muy exagerada por el mundo. La apodaron por ello «La sirena de los suicidios», porque los últimos años decimonónicos fueron la mar de cursis.

          En cierta ocasión, un tal Berguen (banquero de profesión) le ofreció 25.000 francos por pasar media hora con ella en su habitación. Al salir, dijo que había merecido la pena el gasto de esa suma (quizás al hombre le faltaban términos de comparación).

          Como bailarina, ya se pueden ustedes figurar que la muchacha no era Rudolf Nuréyev. Mezclaba el flamenco con las danzas exóticas y con el movimiento que se hace cuando alguien te echa polvos de picapica por la espalda.

          Gozó de gran fama. El poeta José Martí le dedicó unos versos (nauseabundos, claro) y Henri de Toulouse-Lautrec le regaló un pastel (un pastel, no: un retrato al pastel).

          Ganó un montón de dinero y hasta un cliente satisfecho le regaló una isla (no hay duda de que quedó satisfecho), pero ella se fundió toda su fortuna en las ruletas.

Murió a los noventa y seis, olvidada y arruinada, dependiendo de una pensión que le pasaba el Casino de Montecarlo en agradecimiento por lo mucho que ella había contribuido a su prosperidad. A su sepelio solo asistieron los croupières, agradecidos por sus propinas.




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