Alatriste

 


Vi por fin el otro día

—porque se empeñó un tío mío,

me hizo sentar a la fuerza

y me obligó a ver el disco

versátil de datos que

ha substituido al vídeo—

la película Alatriste,

experimento fallido,

insulso, deslabazado,

incoherente e impreciso,

topicón y, sobre todo,

tremendamente aburrido,

con tan sólo dos virtudes

innegables, a mi juicio:

adecuada ambientación

de la cochambre del siglo

barroco y fotografía

hecha con cuidado y mimo,

buenos encuadres y luz,

y elegancia en el estilo

(lo que hace mucho más triste

que lo demás sea un pestiño).

 

Alatriste es un señor

que nunca encuentra su sitio,

un Cyrano hispano sin

oficio ni beneficio,

un Forrest Gump de la época,

que estuvo en todos los sitios

donde ocurrió algo importante

en el momento preciso,

¡mira que es casualidad!

Y, sin embargo, el destino

quiso que no hiciera nada

tremendo ni divertido

y su vida nos aburre;

vamos: nos deja dormidos.

 

El argumento del film

avanza a saltos y a brincos.

No sabes si va de amor

o si va de soldadicos.

Alguno robó su sueldo

—la guionista o el guionisto—

al hacer la adaptación

de esos cuatro o cinco libros

de Pérez, de Arturo Pérez

(sí, ya saben quién les digo:

ése que inventó un guión

para juntar apellidos

y revertecer su nombre

por considerar indigno

ser Pérez, queriendo ser

un escritor de prestigio).

 

El argumento —decía—

es un remiendo, un cosido,

un trozo de acá y allá

sin más relación ni vínculo

que tiempo y lugar: la España

del diecisiete al principio.

¿Cómo sabes que se acaba

el film? Porque salen títulos

de crédito o de descrédito

porque, ¡amigos y vecinos!,

hace tiempo que no veo

a tantos actores ínfimos

juntos en una película.

Y no hablo de tres ni cinco

actores malos, ¡qué va!,

sino de todos; y digo

que incluso algunos actores

correctos y conocidos

hacen en esta película

un muy sonado ridículo.

Miento: el «prota» no está mal

y hace un esfuerzo muy digno.

Pero no deja de ser

paradójico que el Viggo

—que no es hispano— hable bien

y los otros den asquito.

 

¿Y los tópicos? ¡A cientos!

Y son de los más manidos.

Como el guionista parece

que ha leído en algún sitio

que Quevedo era algo cojo,

nos los presenta cojísimo.

Echanove sobreactúa

y destroza a don Francisco,

que parece un comunista

luchando contra el franquismo.

¿Qué decir del Conde-Duque,

que actúa con el flequillo?

De ahí para abajo, los otros

son malos como asesinos,

falsos como euros cuadrados,

ramplones como pingüinos.

Todas las frases que dicen

tienen el mismo tonillo,

pronunciación deleznable

y suciedad de sonidos.

 

¿Y cuando recitan versos?

Renglonean con ahínco.

Cogen rimas estupendas

y hacen que parezcan ripios;

rompen el ritmo; no hacen

la sinalefa en su sitio.

Los oyes y te dan ganas

de suicidarte allí mismo.

 

¡Esperen, que, a lo mejor

me estoy poniendo muy crítico

y me estoy equivocando!

Pues ¿cuál es el objetivo

de los que hicieron el film?

Si era hacer algo bonito,

con calidad, interés,

lleno de mérito artístico,

entonces han fracasado

de un modo definitivo.

 

Mas si su finalidad

era sólo hacerse millo-

narios filmando bazofia,

entonces lo han conseguido,

pues la «peli» da dinero.

Si es así, sí han sido listos

y han engañado a los es-

pectadores como a chinos.

 

 

 

 

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